El problema de fondo que sufre Cataluña, y con ella toda España, es nuestra débil productividad. Aragonès y Sánchez pueden contar las milongas que quieran, pero las cifras cantan.
La productividad total de Cataluña sólo ha mejorado 0,3 puntos en los últimos 18 años. Es una cifra pobrísima. Recordemos que la productividad total de los factores (PTF) es la más decisiva de todas y es la que explica el crecimiento económico y, por tanto, los ingresos de la población. En términos técnicos, la PTF es la diferencia entre la tasa de crecimiento de producción y la tasa media de crecimiento de los factores utilizados para obtenerla. Es evidente que cuanto más alta, mayor capacidad productiva tiene ese país. Recoge todo factor que mejore la función de producción. Evidentemente, el progreso técnico, pero también la innovación organizativa, las economías de escala, la mejor formación de los trabajadores y las reasignaciones sectoriales entre recursos, entre otros aspectos.
El hecho de que la tendencia histórica de Cataluña y de España haya sido la de incrementar el peso del turismo en el PIB constituye ya un indicador potente de que la PTF no puede evolucionar bien, porque dedicamos recursos a actividades que tienen una baja productividad. Nos fijamos sólo en el crecimiento del PIB y no la forma en que crece. Por ejemplo, la noticia avanzada por Exceltur de que este año el turismo aportará hasta el 20% del PIB es, por un lado, una buena noticia, pero en el fondo es negativa porque acentúa la dependencia de nuestra económica a sectores de baja productividad .
Resultado: crecemos a base de incorporar nueva población, pero está claro que, como este crecimiento es inferior al del PIB, la renta no crece.
Cabe recordar un precedente: Cataluña ha sido a principios de siglo el país que ha tenido unas mayores tasas de crecimiento de la población de las economías desarrolladas. Creció en promedio un 1,03%. EEUU, que normalmente bate récords a causa de la fuerte inmigración, lo hizo un 0,76% y la zona euro sólo un 0,38%. Por tanto, tenemos un crecimiento económico basado en mano de obra de baja productividad y bajos salarios.
En paralelo nuestra población envejece. Ahora mismo salía la información fruto de una serie de trabajos de Funcas publicados en el último número de Papeles de la Economía Española en el que situaba la media de edad de la población asalariada en 43,5 años y la de los autónomos en 48 años. Son valores de una magnitud singularmente alta y por sí solos ya expresan el problema.
Sabemos empíricamente que la productividad se concentra sobre todo en la población de menos de 40 años y que en el período a partir de los 47 y hasta los 60 decae. La máxima se alcanza entre los 30 y 40 años, dado que no es una ley, sino una tendencia y que ésta experimenta desplazamientos de entre 4 y 10 años en función de la actividad profesional de que se trate. Asimismo, también sabemos que los ingresos máximos se obtienen entre los 45 y 55 años y a partir de esa edad comienzan a decaer de una manera muy acusada a partir de los 60. Por tanto, hay un desplazamiento temporal entre el período más productivo de la persona y cuando ésta percibe los salarios más altos. Este hecho ayuda a entender por qué las empresas tienden a deshacerse de trabajadores con mucha experiencia y altamente cualificados a partir de los 45 años. Lo hacen porque las estadísticas les señalan que les sale más a cuenta contratar a gente más joven aunque no tenga experiencia. Pues bien, los autónomos están ya fuera de esa máxima productividad con mucha rotundidad y los asalariados han empezado también a quedar desplazados.
Todo esto tiene un origen muy claro, que ni la política catalana ni la española por perjuicios ideológicos quiere abordar: la baja natalidad. La tasa de fecundidad en Cataluña es de 1,22, por debajo de la europea de 1,53, que al mismo tiempo queda lejos de la necesaria tasa de reemplazo de 2,1. A esa mala cifra se le añade una segunda que hace estallar con fuerza el problema. Desde hace años nacen menos personas de las que mueren y, por tanto, la inmigración que llega no sólo refuerza a la población, sino que literalmente la sustituye. Pero es una sustitución imperfecta porque la productividad de los recién llegados es sencillamente inferior a la de los autóctonos y, por tanto, tienden necesariamente a orientar su actividad a trabajos de baja productividad. Básicamente la hostelería, el turismo, los servicios personales de baja remuneración y la limpieza de los hogares.
En el conjunto de España el déficit vegetativo se acerca cada año a las 100.000 personas. Es la población que perdemos, pero crecemos porque la inmigración lo supera con creces. Y lo hará aún más en el futuro si hacemos caso a las cifras del INE que prevé una inmigración de unas 900.000 personas al año que, descontando a las que se marchan del país, se quedarían en unas 500.000 limpias.
La pregunta del millón es para qué queremos tantos inmigrantes, al menos en lógica económica.
Si tenemos un déficit vegetativo de apenas 100.000 personas, y lo doblamos para así situarnos en la cifra de reemplazo, resulta que necesitaríamos 200.000 personas al año. Sin embargo, en la hipótesis mínima tendremos 500.000 o más.
La consecuencia es favorecer la presión para que crezcan actividades intensivas en mano de obra y de reducidos salarios.
Si a todo esto le añadimos un escenario claramente ya marcado por la Inteligencia Artificial (IA) y la robotización, que al menos en una primera ola reducirá puestos de trabajo, si consideramos el paro juvenil, el paro cronificado de larga duración y las bajas retribuciones salariales que perciben la gente joven a pesar de sus altas cualificaciones, tenemos un pastel económico y social que evidentemente no resolverán los fondos Next Generation ni nada que se le parezca. Porque es un problema que requiere profundas reformas estructurales, empezando por una necesaria, precisamente porque su consecuencia es a largo plazo. Necesitamos familias comprometidas con la natalidad que sean capaces de remontar el agujero negro en el que este capítulo se ha convertido nuestro país.