¡Qué gran paradoja! Todo debe ser natural menos la condición humana, que debe ser diseñada artificialmente.
La realidad señala que en el macho existe una propensión biológica a la violencia y también indica que sus impulsos sexuales se producen de forma más directa y brusca que en la mujer. Esta realidad explica, por ejemplo, por qué la pornografía y la prostitución tienen tanto éxito en los hombres y mucho más escaso en las mujeres. En el primer caso, porque el proceso de excitación visual es muy primario en el macho y en el segundo caso porque le basta con el acto mecánico del coito sin demasiados preludios ni finales. Ambas cuestiones marcan claras diferencias con la mujer y sus respectivos comportamientos.
La violencia es constitutiva del ser humano y en particular del hombre, y todas las civilizaciones desde su origen han generado culturas morales que la limiten y canalicen. La Biblia, por poner un caso bien conocido, está llena de ejemplos en este sentido y de los correspondientes castigos de Dios a los excesos. Es el caso paradigmático del gran Rey David.
Basta leer un solo libro, el escrito por Louann Brizendine, la neuropsiquiatra de la Universidad de California en San Francisco, profesora de medicina en Harvard, licenciada por Yale en medicina y por Berkeley en neurobiología. Es la autora de un libro bien conocido, El cerebro masculino, donde encontramos las claves biológicas de ese comportamiento diferencial del hombre.
Lo que ha pasado en nuestro tiempo es algo tan contradictorio que resulta inasimilable. Se trata, por un lado, de liberar el deseo sexual de toda constricción y límite, de modo que lo invade todo, incluidas las leyes que se realizan en función de esta consideración. El imperativo del deseo de la subjetividad se sitúa por encima de cualquier otro motivo. Lo ejemplifica la ley trans, pero también es la justificación fundamental del aborto masivo que busca que el acto sexual no tenga consecuencias para la mujer, a pesar del desarrollo extraordinario de los métodos anticonceptivos.
La ideología del deseo es tan fuerte que ha llevado a la izquierda a aceptar plenamente sin matices aquel aborto, que es constitutivamente contrario al pensamiento de Marx, sobre todo al Marx aristotélico del primer volumen de El capital . La denominada liberación sexual no es más que eso. Y este hecho, combinado con el mercado, provoca que la demanda sexual tenga una elasticidad sin límites.
El desarrollo de la realidad virtual, la aumentada, la IA y el desarrollo de la farmacopea llevará el sexo a extremos aún más deshumanizadores, en los que acabará por desaparecer el otro porque ya no será necesario. Toda la cultura actual nos prepara para ese nuevo desastre de occidente.
Sectores de mujeres preconizan la insostenible teoría de que se puede ser y estimular objeto del deseo como una afirmación del nuevo empoderamiento feminista, al tiempo que proclamar que esta actitud nada tiene que ver con el descontrol de algunos hombres. Los razonamientos del pasado apelando a la prudencia hoy en día son considerados afirmaciones machistas. La violencia, sobre todo sexual, abunda como nunca y se ha convertido en un grave problema social que se ha extendido como peste entre los menores de edad. Violaciones en grupo, que eran extrañas en nuestra cultura, excepto en tiempos de guerra, son hoy noticia frecuente en los medios.
Es la consecuencia lógica de querer conciliar lo irreconciliable: vivir bajo la irresponsabilidad adámica del sexo y al mismo tiempo rechazar todo lo que nuestra civilización ha aprendido a lo largo de los siglos para encausar y darle salida positiva al deseo sexual.
Naturalmente, como todas las imposiciones ideológicas contra naturaleza, esta ideología termina con fórmulas totalitarias que, entre otros aspectos, se concretan en la construcción de un “hombre nuevo”, la nueva masculinidad . No es la primera vez en la historia, ya lo pretendieron Mao, el comunismo bolchevique y los jemeres rojos. Esta contradicción inasimilable se traduce en la violencia creciente, por un lado, y, por otro, en la conciencia también en aumento entre los hombres de ser discriminados, que ya es mayoritaria en los jóvenes y que supera el 40% en el conjunto.
Pues bien, hay que decir que esta nueva cultura masculina que no practica la violencia, que respeta a la mujer, que encuadra la relación sexual en un acto de amor y no de imposición, ya existe. Es uno de los modelos que propone la concepción cristiana, que se traduce en práctica en aquellos que se la toman en serio. El problema radica en que este paradigma que canaliza y da sentido a los impulsos del hombre, es totalmente, no ya rechazado, sino blasmado por la progresía que nos gobierna y por la cultura de la lucha de géneros y la ideología queer.