En nombre de la emergencia sanitaria se ha instituido de hecho un estado de excepción, disfrazado formalmente de estado de alarma. Debido a la crisis desencadenada, España adoptó de forma muy radical, que todavía mantiene, la medida más primitiva de todas: el confinamiento general bajo vigilancia policial. En pleno siglo XXI, la única respuesta que han considerado eficaz es la que ya se aplicaba en la Edad Media. Debería hacernos pensar. Como también debería empujarnos a ello, la rapidez con la que se aplicó el control social, o las aportaciones espontáneas e innovadoras como el “pasaporte biológico” una especie de carné sanitario para facilitar la libre circulación, o la fácil aceptación del control de nuestros desplazamientos mediante los teléfonos móviles. Y también da que pensar como se ha suprimido de un plumazo el derecho de reunión, o se ha controlado la libertad de expresión por métodos más sofisticados que la antañona censura. Lo que sucedió con el propio informe de la Guardia Civil y su concepto de lo que se consideraban “noticias falsas”, es una advertencia que no debe caer en saco roto.

Todo esto contrasta con el retraso en la respuesta -¿dónde paraba la red de alerta epidemiológica en enero y febrero?-, la falta de preparación de nuestros dirigentes y la confusión de las políticas adoptada. Están por escribir las causas de la falta de mascarillas, o el pobre número de pruebas realizado, que sitúan a España en el lugar 17 de los países de la OCDE. Peor todavía, hace falta explicar el trágico retraso en la disponibilidad de suficientes respiradores, uno de los motivos de la elevada mortalidad española, que a su vez nos remite a los directamente perjudicados: las personas de más edad. Y todo ello enmarcado por el cruel trato que han sufrido, como los propios datos señalan a quien quiera leerlos.

A partir de los datos oficiales hasta el 23 de abril sobre los ingresos hospitalarios, en UCI, y la defunciones, por franjas de edad, se observa que mientras para el conjunto de los  ingresados en los hospitales pasaron a la UCI el 8,6%, para los comprendidos entre los 80 y 89 años solo ingresaron el 1,68%, cinco veces menos, mientras que los mayores de 90 años tuvieron una presencia insignificante. ¡El 0,68% de los hospitalizados! Solo 217 entre 13.654 octogenarios hospitalizados ingresaron en la UCI, y tan pocos como 28 sobre 4.095 hospitalizados de nonagenarios

El resultado de esta selección ha sido la gran mortalidad. La media sobre el total de hospitalizados fue del 19%, mientras que para los octogenarios ha sido del 40% y entre los nonagenarios llegaba al 60%. Morían más que se salvaban. Son unas cifras de escándalo.

Cierto es que la Covid-19 es más peligrosa en función de la edad, pero los datos muestran que, a pesar de la gravedad de sus casos, estas personas fueron discriminadas en cuanto a su ingreso en la UCI. No ingresaron los más graves sino los de menor edad, y por ello murieron en mayor medida, que la provocada por la gravedad de su estado. Los dieron por muertos antes de que fallecieran. ¿Qué conclusiones se deben extraer de todo esto?

Dos hechos adicionales deberían llamarnos poderosamente la atención.

Uno es la prohibición de acompañar mínimamente al ser querido en el momento de su traspaso final. Todos entendemos que los rituales habituales no pueden realizarse, pero que no se nos venda como un imposible, la práctica de un último gesto de compañía, sin mayores riesgos que los que sufre diariamente la cajera del supermercado.

El otro guarda relación con la libertad religiosa del culto, que es la matriz de otros derechos. Se permite la salida y el consiguiente paseo para satisfacer las necesidades de nuestros perros, pero al mismo tiempo acudir a un templo a orar no está contemplado como una necesidad a satisfacer.

¿Qué hay que entender de todo ello?  ¿Se trata de que hayan situado en el primer plano el derecho a vivir de los más jóvenes? No lo creo. Hace tiempo que se deslegitimó el derecho a nacer, y se le retiró toda condición de ser humano a la criatura engendrada. Hace tiempo que se ha generalizado el aborto eugenésico. Un estado que admite esto, no está defendiendo la vida de los más jóvenes.

Es la ideología del poder, una mezcla de realización del deseo y concepción instrumental de la vida humana la que impera, donde el humanismo ha sido liquidado.

El resultado ante una crisis grave ha sido el abandono de nuestros mayores, la selección del derecho a vivir debido a la edad, la liquidación de todo acompañamiento en la muerte, y la prohibición fáctica, que no la restricción, del culto religioso y en las condiciones de seguridad que resultasen necesarias, Mientras que por lógicas razones funcionales, sí se puede sacar a pasear al perro las veces que haga falta, tal consideración no rige para las cosas del alma.

¿A la luz de todos estos hechos concretos, qué proyecto vital refleja esta forma de ordenar la vida social? Se entiende que en las crisis sucedan cosas anormales, pero precisamente por ello lo peor que se puede hacer es intentar justificarlas, en lugar de velar por el respeto a lo humano, porque es precisamente en el aprieto donde se verifica la humanidad.

Artículo publicado en La Vanguardia

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