Publicado en La Vanguardia, el 25-4-2022

Cuando este artículo vea la luz, el resultado de la elección presidencial habrá dejado de ser el enigma que era en el momento de escribirlo. Si Macron gana, como es lo probable (lo contrario sería un cisne negro; que ahora abundan), y el resultado señala una ventaja del orden de 30 puntos, como en las anteriores presidenciales, habrá afianzado el inicio de su mandato. En la medida que aquella distancia se haya encogido, Francia entrará en zona de turbulencias. Y esto será así, porque la primera vuelta señaló tres bloques políticos polarizados: dos opciones radicales a derecha e izquierda. El primero, con casi una tercera parte de los votos y 1,6 millones más que en el 2017; Mélenchon en el otro extremo, con el 22%, y un polo en torno al presidente en funciones y el 29% de los votos. Esta correlación de fuerzas seguirá después de la segunda vuelta, y el presidente va a necesitar muchos sufragios para legitimar su victoria ante un electorado unido en el rechazo.

Se ha escrito que estas elecciones enfrentaban a diversas Francias. La de las grandes ciudades con el mundo rural; las urbes dinámicas con los territorios de antigua industrialización maltrechos por la globalización. También se han definido como la superación de la vieja división izquierda-derecha: Macron, que aúna las élites acomodadas y liberales, además de los temerosos del cambio, es el preferido, 38%, de los jubilados franceses. Le Pen lo es para los obreros y empleados, que son el 72% de sus votantes, apoyados por los franceses que se sienten amenazados por la inmigración y por la erosión de sus condiciones de vida. Mélenchon ha reunido una coalición de las izquierdas con votantes ideológicos que se alimentan de una cultura antioccidental, y con franceses de origen no europeo, entre los que destacan las personas de confesión o cultura musulmana. Su coalición, primera entre los jóvenes, vendría a ser una versión light de Sumisión, la polémica parodia de Houellebecq sobre Francia, con un añadido ecologista.

Aquellas tres divisiones explican gran parte de la realidad francesa, el fracaso de sus instituciones, incapaces de articular la participación de una sociedad fragmentada, dañada por la cultura de la desvinculación, eclosionada el Mayo del 68. Una cultura que se olvidó de la transformación socioeconómica, y la sustituyó por una revolución sexual, hoy convertida en poder establecido. Lo que fue un modo de vida de grupos bohemios ha pasado a ser una cultura de masas. El resultado lo resumía con exageración Thomas Piketty el año pasado: “Estamos en una situación similar a la que llevó a la Revolución Francesa”. No hay para tanto, pero el Pew Institute, en una de sus macroencuestas de finales del 2021, señalaba que Francia tenía una de las ciudadanías europeas más insatisfechas. Aunque, atención, porque Italia y España, empatados, la superan: un 65% de los españoles “no está satisfecho con cómo está funcionando la democracia”. Solo Grecia nos gana.

En la embrollada situación en la que vivimos, se olvida con demasiada frecuencia que la radicalización, el populismo heterogéneo a diestra y siniestra no son la causa de las crisis acumuladas que nos destruyen, sino que son su consecuencia. Los responsables son otros. Son quienes nos gobiernan y tienen la improbable misión­ de resolverlas. Y esta anomia política es la clave de la desaparición del socialismo y de la depauperación de la derecha clásica.

Francia vive la crisis de su democracia, acentuada por un sistema electoral mayoritario a doble vuelta que, unido al cinturón de castidad republicana, ha reducido a la mínima expresión la representación en la Asamblea Nacional del Reagrupamiento de Le Pen. El mismo que, con un sistema proporcional, es el primer partido francés en el Parlamento Europeo con el 23% de los votos. Muy pocos países juegan a aislar a la derecha radical, además de Francia, Bélgica y Alemania (que ilegalizó al Partido Comunista, que en España está en el Gobierno).

Pero no es solo Francia la que experimenta una democracia maltrecha, porque también vivimos “La caída de la democracia liberal en España”, como analizo en mi blog. Y es que no se resuelven las crisis demonizando al adversario, sino abordando las causas que las provocan. Una obviedad olvidada.

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