La estrella cósmica de Collboni

El alcalde Collboni ha decidido mantener la cancelación del pesebre en la plaza de Sant Jaume. Sí, ese pesebre que, con mayor o menor acierto, con mayor o menor imaginación, había iluminado la plaza desde el fin de la Guerra Civil. Una tradición tan constante como las campanas de la Catedral, y que ahora queda sustituida por una «estrella cósmica». El nombre es ya toda una confesión: cuando se abandona el cielo, se acaba mirando el espacio exterior.

Quizá considere que los barceloneses no necesitan pesebre porque ya tienen suficientes figuras políticas que hacen de pastorcillos, de ángeles caídos y de Herodes de temporada.

El alcalde, con su sensibilidad habitual, ha ignorado el clamor popular que pide el regreso del pesebre. Quizá considere que los barceloneses no necesitan pesebre porque ya tienen suficientes figuras políticas que hacen de pastorcillos, de ángeles caídos y de Herodes de temporada. Pero lo cierto es que esa supresión no es una anécdota. Es un símbolo. Y los símbolos, a diferencia de las farolas, no se encienden con electricidad, sino con memoria colectiva.

El año pasado, recordémoslo, la ciudadanía reaccionó con una protesta de lo más civilizada: más de medio centenar de pesebres espontáneos aparecieron en la plaza. Una demostración de ingenio y buen humor. Pero parece que al señor Collboni, que ya nos tiene acostumbrados a confundir el arte con el gesto, no le hizo ni cosquillas. Vista su reacción, quizás la próxima vez habrá que instalar un “pesebre performativo” con presupuesto europeo, que eso sí lo entendería.

El mensaje está claro: en Barcelona puedes creer en cualquier cosa, menos en lo que ha creído la ciudad durante siglos.

Su actitud hacia la tradición católica de la ciudad es, en efecto, de una beligerancia ejemplar. Lo demostró con ese cartel delirante de Mercè, donde parecía que la patrona había sido subcontratada por una empresa de espectáculos. Y lo remató manteniendo la decisión de Colau de eliminar del programa de fiestas el horario del oficio religioso. El mensaje está claro: en Barcelona puedes creer en cualquier cosa, menos en lo que ha creído la ciudad durante siglos.

Collboni piensa que todo le sale gratis: puede hacer y deshacer, que nadie se va a inmutar. Y tiene razón.

Todo esto, por supuesto, no genera ni la más mínima reacción del cardenal Omella, siempre atento a buscar la simpatía de los políticos en actos públicos. Vista su homilía de la Mercè, tan llena de flores como vacía de coraje, quizás Collboni piensa que todo le sale gratis: puede hacer y deshacer, que nadie se inmutará. Y tiene razón. Sus votantes más laicistas, satisfechos. Los católicos, resignados. Y el cardenal, feliz de ser invitado en la foto.

Pero la cosa no acaba ahí. Ahora hay un nuevo episodio

El alcalde ha anunciado, con un entusiasmo casi pastoral, que en el Hospital de Sant Pau -donde la Generalitat tiene mayoría, pero también participa el Ayuntamiento y, atención, la Iglesia- se garantizará la práctica de los abortos. Nada más progresista que hacer bandera de la interrupción de la vida en un centro donde la propia Iglesia tiene representación. De hecho, se sienta como patrón el antiguo presidente del Colegio de Médicos, en nombre del arzobispado, por ser más exacto, y como una muestra más de la fuerza de la tradición, del Capítulo de la Catedral.

La jugada es de una sutileza diabólica. Si el cardenal se calla, queda retratado: la Iglesia se pone de perfil, y su autoridad moral cae por debajo de la cota de la Vía Layetana. Si protesta, tendrá que romper con el patronato. Collboni está claro y visto los precedentes confía en el silencio y que una vez más todo le salga «gratis total».

En todo ello, hay dos cuestiones de fondo que hacen pensar -si es que todavía queda alguien con ganas de hacerlo.

La primera es la falta absoluta de respeto por la propia cultura. La catalana, la barcelonesa, la nuestra, es una cultura inseparable del cristianismo, de la tradición católica. No hace falta arrodillarse ante el Santísimo para entenderlo; basta con haber leído a Verdaguer, Gaudí o Maragall. El problema es que muchos de nuestros gobernantes, y una parte creciente de los ciudadanos, confunden laicidad con amnesia.

La segunda cuestión es de pura higiene democrática. Barcelona está hoy gobernada por un partido que tiene diez concejales de cuarenta y uno. Con esta minoría escueta, el alcalde actúa como si fuera heredero de Fernando el Católico. Puede hacer y deshacer, suprimir e imponer, sin que nadie le exija cuentas. Y eso, señores, no es gobernar: es decorar el poder con el disfraz del voto.

Así, entre estrellas cósmicas y hospitales abortistas, Collboni puede dormir tranquilo.

La ciudad, mientras, se va vaciando de ese espíritu que la hacía singular. Cuando la tradición deja de ser vivida pasa a ser decorado. Y cuando incluso el decorado está prohibido, solo queda el escenario desnudo, iluminado por una estrella fría e inhumana.

Quizá sea esta, al fin y al cabo, la nueva luz de Barcelona.

El mensaje está claro: en Barcelona puedes creer en cualquier cosa, menos en lo que ha creído la ciudad durante siglos #Collboni #Barcelona Compartir en X

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