Cuando la Comisión Europea ha decidido finalmente aceptar una prórroga y flexibilización de la prohibición de fabricar y vender vehículos con emisiones de CO₂ a partir de 2035, el resultado ha sido claro: la posición defendida por el gobierno de Pedro Sánchez quedó derrotada en toda la línea. Y no solo en el ámbito de la política climática, sino también en lo industrial, geopolítico y de credibilidad política dentro de la Unión Europea.
El presidente del gobierno español había apostado hasta el final por mantener intacta la fecha de 2035 como límite absoluto para el motor de combustión. Durante el mes de diciembre, Sánchez envió una carta formal a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en la que rechazaba cualquier retraso o flexibilización de la norma aprobada en 2023 en el marco del Green Deal. En ese texto, España no solo defendía el fin del diesel y la gasolina, sino que también reclamaba restringir los vehículos híbridos después de 2035, argumentando que frenaban la expansión del coche eléctrico puro.
La posición española era, así, la más radical de todas las presentes en Bruselas. Apostaba por el vehículo eléctrico integral como única salida, alineándose con una visión ideológica del cambio de modelo productivo que ignoraba deliberadamente las condiciones reales del mercado europeo, la demanda de los consumidores y la capacidad industrial del continente.
Sin embargo, esa visión no resistió el choque con la realidad. Un grupo creciente de Estados miembros —con Alemania e Italia a la cabeza, pero también Polonia, Hungría, Bulgaria, Chequia y Eslovaquia— presionó con fuerza para que la Comisión revisara el calendario. Sus argumentos eran esencialmente industriales: elevados costes energéticos, dependencia de componentes críticos como las baterías, insuficiencia de infraestructuras de recarga y, sobre todo, una demanda real de vehículo eléctrico muy inferior a la prevista.
La carta conjunta de seis jefes de gobierno fue especialmente explícita. Reclamaba poder continuar comercializando híbridos y otras tecnologías de combustión más allá de 2035, en nombre de la neutralidad tecnológica. No se trataba de negar la descarbonización, sino de evitar que Bruselas impusiera una única tecnología —la batería eléctrica— en un contexto de competencia feroz con China y Estados Unidos.
El temor no era teórico. Tanto Alemania como Italia advertían del riesgo real de destrucción de decenas de miles de puestos de trabajo, del cierre de plantas históricas y de una acelerada pérdida de competitividad. El motor europeo, literal y metafóricamente, estaba en juego.
Ante esta presión coordinada, la Comisión Europea ha terminado cediendo. La decisión de aceptar una prórroga y flexibilización del veto supuso, de facto, una derrota de la tesis defendida por Sánchez. Una derrota política, pero también estratégica: España quedaba aislada en una posición que ni siquiera los grandes motores industriales del continente estaban dispuestos a asumir.
La paradoja española era especialmente llamativa. España era —y seguía siendo— uno de los países con menor grado de electrificación del parque móvil y con una red de recarga claramente insuficiente. Sin embargo, su gobierno se había erigido en el principal defensor de un calendario que ponía en riesgo su propia industria automovilística, la segunda actividad industrial del país si se contaba toda la cadena auxiliar.
Las consecuencias potenciales eran especialmente graves en Cataluña. La planta de SEAT en Martorell, el principal productor de automóviles que permanecía en el país, no disponía entonces de ningún modelo eléctrico. Su matriz, Volkswagen, había concentrado las apuestas de futuro en la marca Cupra, con mayor margen y valor añadido. En este contexto, una prohibición estricta en 2035 pudo servir como coartada perfecta para un desmantelamiento progresivo de la producción tradicional.
La industria catalana venía ya tocada por el cierre de Nissan, una herida que no había sido compensada con ningún proyecto industrial equivalente. Sin embargo, la Generalitat no formuló ninguna objeción pública a la posición del gobierno español. El silencio del presidente Salvador Illa evidenció hasta qué punto la autonomía política catalana quedaba subordinada a las decisiones de la Moncloa, incluso cuando estas eran manifiestamente desfavorables para el tejido productivo del país.
El desenlace europeo puso de manifiesto otra dimensión del problema: la creciente marginalidad de Pedro Sánchez en la política comunitaria. La iniciativa italiana, el peso decisivo de Alemania y la capacidad de coordinación de otros gobiernos dejaron en nada la estrategia española. Sánchez no solo perdió la batalla, sino que quedó retratado como un actor secundario, incapaz de articular alianzas sólidas.
A todo esto se añadía un contexto internacional cada vez más complejo. La relación con Washington es al menos fría, y la creciente aproximación del gobierno español a China —impulsada en buena parte por José Luis Rodríguez Zapatero— generaba incomodidad dentro del marco europeo y occidental. El precedente del apoyo al régimen de Maduro en Venezuela no ayudaba a reforzar la credibilidad exterior de España. Y China era la primera interesada en el todo eléctrico para 2035 en Europa, porque era la más beneficiada por la competitiva de sus vehículos eléctricos y por la exportación de baterías, por un lado, y de materia prima estratégica, por otro.
Al final, el resultado fue claro: la decisión de la Comisión Europea fue positiva para la industria y el empleo en España y en Europa. Pero fue negativa para Pedro Sánchez. Una contradicción más de una gobernación orientada prioritariamente a la supervivencia política, aunque ello implicase asumir graves riesgos para el país.
La batalla del coche terminó siendo mucho más que una cuestión climática. Fue un retrato nítido de cómo la ideología acaba perdiendo, cuando se impone a la realidad industrial y social.
La prohibición estricta habría sido un duro golpe para SEAT y la industria catalana. #Catalunya #Automóvil Compartir en X





