El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, anunció a mediados de mayo una nueva ola de aranceles a bienes considerados estratégicos provenientes de China.
Entre ellos se incluye un arancel del 100% sobre los automóviles eléctricos chinos. Pero, en realidad más importante resulta la subida, la triplicación del arancel que sufrirán las baterías eléctricas de iones de litio, de las cuales más del 70% de las importadas provienen de China.
Según defiende la administración Biden, la intención es proteger los puestos de trabajo estadounidenses en un momento en que Estados Unidos está desplegando la Ley de Reducción de la Inflación (IRA por sus siglas en inglés), un esfuerzo masivo para fomentar las inversiones verdes en Estados Unidos, hecho, por cierto, en buena parte a expensas de la industria europea.
En realidad, la decisión de Joe Biden se explica principalmente por estar bajo presión en todas las encuestas a seis meses de las elecciones presidenciales y su gestión económica está particularmente mal considerada por los electores.
La prensa progresista intenta explicar este enfado por un extraño fenómeno psicosocial, según el cual los electores habrían perdido toda racionalidad económica, posicionándose por razones puramente ideológicas. Sería como si los votantes hubieran olvidado de repente cómo contar el dinero de la cuenta corriente.
La realidad que esta prensa obvia es que, pese a los buenos datos macroeconómicos (posibilitados por el endeudamiento público histórico de Biden), en Estados Unidos los sueldos llevan décadas estancados y las desigualdades siguen ensanchándose, sin que el actual presidente haya tampoco logrado controlar la inflación.
Y es que la nueva medida de Biden, que muchos tildarían de populista si hubiera sido promulgada por Donald Trump, corre el riesgo de hacer repuntar la inflación en Estados Unidos.
Como el propio Financial Times recuerda en un reciente editorial, los fabricantes estadounidenses se encuentran ya, antes de la entrada en vigor de la nueva medida, sometidos a una fuerte presión sobre los costes de producción. El nuevo incremento acabará inevitablemente traduciéndose en un encarecimiento de los precios a los consumidores.
Es también esperable que China responda a la medida imponiendo nuevas restricciones de acceso a su mercado, como ha venido haciendo hasta ahora. Sin embargo, en una muestra más del autoengaño en el que parece vivir instalada la actual administración estadounidense, la secretaria del tesoro Janet Yellen ha afirmado que esperaba que Pekín actuara «racionalmente» y no impusiera contramedidas.
A largo plazo, la medida de Biden corre el riesgo de generar otro efecto contraproducente para la naciente industria estadounidense de la electricidad ecológica, al cortarla del resto del mundo haciéndola menos competitiva e innovadora.
Aunque puede tener sentido forzar una diversificación de la cadena de suministro que incluya la producción local, Estados Unidos tiene muchísimo camino a recorrer.
En cambio, China goza de una posición extraordinariamente fuerte en el comercio mundial, que incrementa desproporcionadamente los costes de un desacoplamiento, sobre todo uno planificado tan torpemente como el de Biden.