La transición energética, los importantes recursos de los fondos europeos dirigidos a este fin y el pacto verde europeo, definen las coordenadas de la importancia capital que tiene el objetivo de descarbonizar la economía europea. Se trata de llegar a 2050 con una capacidad emisora de carbono igual a cero, y la Comisión ha determinado un objetivo de alcanzar al menos el 55% de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, una cifra que la comisión de medio ambiente del Parlamento europeo quiere elevar hasta el 60%.
Esta dinámica de sustitución presenta dos vertientes que no se están considerando con suficiente atención. Una es las consecuencias del creciente coste que va a significar para la actividad económica. La otra, si ese objetivo es viable o no.
Empecemos por esta segunda que es la madre del cordero. Para llegar a cero se dispone de 30 años. Según Vaclav Smil, reconocido especialista internacional en energía y análisis de datos, esto no es posible a nivel mundial y es muy dudoso en el caso de Europa. Y sitúa la siguiente referencia: a escala mundial en 1990, el 87% de la energía era de origen fósil. En 2020 se redujo al 83%, sólo 4 puntos menos en 30 años. Conseguir pasar de ese 83% a cero en 30 años más es realmente muy improbable si no se produce una disrupción en el ámbito de la producción de energía.
El objetivo europeo es algo más factible, pero no mucho más porque en ese último año de referencia la energía fósil significó el 73% de la producción. De hecho a escala mundial casi todo se juega en relación con lo que haga China y en segundo término los EEUU. La dimensión de las emisiones de CO2 chinas son tan grandes que la reducción a cero del CO2 emitido por Bélgica significa el margen de error estadístico que existe en las previsiones chinas, es decir, es una reducción insignificante. A escala europea es diferente, lógicamente, pero hay modelos que señalan que sólo puede lograrse introduciendo una política de decrecimiento económico que no está en la agenda ni de la Comisión ni de ningún estado.
Concretamente, el grupo de energía, economía y dinámica de sistemas de la Universidad de Valladolid ha utilizado simulaciones en su modelo de evaluación integrada que enlaza energía-economía-medio ambiente, y ha determinado que si para 2050 todos los vehículos fueran eléctricos, sólo se habría logrado reducir las emisiones un 15%. Muy poco. Está claro que si no se hace así, las emisiones mundiales aumentarán un 20%.
Un segundo modelo utópico es el de transformar todo el transporte en motos y bicicletas eléctricas y dejar sólo un 12% de vehículos privados eléctricos para 2050. Es obvio que nadie se imagina al conjunto de la población desplazándose sólo de esta forma, pero como simulación tiene interés. Pues bien, en este escenario la reducción para el año 2050 sería sólo del 30% por la dificultad que la aviación y el transporte marítimo tienen para encontrar alternativas eléctricas, pero sobre todo porque el aumento del crecimiento económico provoca una mayor demanda eléctrica. Sólo la combinación de ese escenario con el decrecimiento económico podría alcanzar una reducción del 80%.
Los modelos de simulación no son la Biblia y dependen de las hipótesis que se introducen y de las ecuaciones que lo integran, pero nos dan una idea de la dificultad.
El otro aspecto es el del coste de la descarbonización que se expresa en el precio que se hace pagar por la emisión del CO2; los derechos de emisión que están disparados. En 2020 en marzo eran de 19,83 euros y ahora se han situado en casi 76 euros. El crecimiento ha sido extraordinario y aunque se espera que quizás se pueda reducir esta cifra hasta los 60 euros, la tendencia es a aumentar. De hecho, los expertos calculan que los derechos de emisión deberían situarse entre los 130 y 140 euros para conseguir los objetivos de descarbonización fijados por la UE para 2030. Además, ahora este coste se aplica sólo a los grandes emisores, como pueden ser las centrales de energía eléctrica de combustibles fósiles, las industrias grandes consumidoras de electricidad, como siderurgias y refinerías y las compañías aéreas, pero obviamente se extenderá a otras actividades, como la del transporte de todo tipo, de personas y mercancías, e incluso en los hogares. Este hecho tendrá un doble efecto: incrementará aún más los costes y afectará a la inflación, sobre todo a la subyacente, la que tiene un carácter más estructural.
Todos estos escenarios, consecuencias y derivadas no están siendo planteados con transparencia e información por parte de la Comisión y el Parlamento Europeo ni por los Estados miembros. El riesgo de que aquí se esté acumulando una burbuja de crisis social y económica es muy alto.