La posmodernidad que vivimos se caracteriza por una decadencia de la razón, que en su versión secularizada a partir de la Ilustración había ocupado el lugar principal en la cultura occidental. La razón, por un lado, ha quedado reducida a su ámbito meramente instrumental o técnico-científico. Y, por otra parte, ha sido eclipsada por una exaltación del deseo individual que, al prevalecer sobre los vínculos y compromisos personales, lleva a una progresiva disolución de la familia, que es la comunidad básica de una sociedad. Las antropologías hoy dominantes quieren disimularlo con el nuevo dogma-valor de la diversidad: hay diferentes formas de familia, todas son igualmente válidas y lo que debe fomentarse es precisamente la diversidad afectivo-sexual.
Sin embargo, la realidad muestra que no todos los modelos de familia son igualmente buenos, en especial para sus miembros más débiles, más necesitados de atención. El matrimonio estable entre un hombre y una mujer aporta a la familia la complementariedad de ambos sexos, que es muy buena tanto para la propia pareja como para la formación de los hijos. Por lo general, este modelo de familia suele cumplir mucho mejor las funciones de ayudar a sus miembros que pasan por dificultades, y criar y educar a los hijos en un entorno estable y equilibrado.
La familia es la célula de la sociedad. A quienes gobiernan la sociedad debería interesarles que ésta tenga unas células fuertes, unas familias que cumplan satisfactoriamente su contribución al bien común. Pero el marco mental y moral hoy dominante sacrifica el interés de la célula familiar (de sus miembros más necesitados) en favor del interés inmediato del individuo. Esto se justifica en sentido amplio defendiendo una libertad de maniobra moral que permite a cualquier hombre o mujer hacer y deshacer vínculos familiares sin restricciones de ningún tipo. Se justifica también desde perspectivas particulares que hoy se presentan como incuestionables, como el feminismo radical, que postula como valor absoluto la libertad de la mujer; o desde la ideología de género, equiparando a las parejas entre personas del mismo sexo con el matrimonio propiamente dicho.
El individualismo posmoderno, revestido con cualquiera de estos disfraces, es un elemento profundamente desintegrador. En este sentido, la sociedad catalana es hoy una sociedad débil: cada vez hay menos matrimonios, las parejas son más inestables y tienen menos hijos. Estos rasgos se dan con mayor intensidad en las familias catalanas de origen, que son las que más han renunciado a su propia tradición religiosa y a sus referentes espirituales y morales. Catalunya, Chequia y Letonia son tres casos hoy objeto de estudio a nivel mundial de sociedades cristianas que han sufrido últimamente una secularización extrema. De las tres, Catalunya es la única con una tradición confesional netamente católica y que, además, en el siglo pasado no estuvo bajo regímenes comunistas ateos.
Pero la Catalunya de hoy es un país muy plural en cuanto a la procedencia de sus habitantes. Las personas inmigrantes que vienen a vivir a Catalunya tienen raíces religiosas y espirituales mucho más firmes, y una vez aquí las mantienen vivas en la gran mayoría de casos. En este sentido, es probable que el vacío de la religiosidad de los catalanes de origen lo vayan llenando las religiones de los recién llegados. La tasa de natalidad de éstos es superior a la de los catalanes de origen y esta bajísima natalidad autóctona provocará que siga llegando inmigración al país durante las próximas décadas. Nada hace pensar que las amplias comunidades procedentes de otras culturas que se irán consolidando en Catalunya adoptarán mayoritariamente nuestro modelo laicista y poco favorable al factor religioso, ni que renunciarán a su propia cultura y tradiciones.
En este país multicultural que ya tenemos, si se quiere conservar de alguna forma la identidad catalana lo razonable sería fomentar los elementos de la cultura y tradición propias que tienen sus raíces en el cristianismo. Éste está en el origen histórico de Catalunya y ha inspirado su arte, cultura y costumbres a lo largo de la mayor parte de sus mil años. O al menos, se trataría de no ocultar o denigrar esta cultura y tradición cristianas desde las instituciones políticas, medios de comunicación públicos o centros educativos, como ocurre a menudo hoy en Catalunya.
Por otra parte, los que en la Catalunya de hoy confiesan diferentes religiones, es más fácil que encuentren un mínimo común denominador a compartir en aquello que contribuye a la estabilidad de la familia, a una educación de los hijos conforme a las convicciones familiares, en el respeto a la vida, a la naturaleza humana y a la propia religión. Más que en un laicismo que lleva a la pérdida de sus respectivas tradiciones.
Actualmente, los catalanes de origen parecen estar dispuestos a perder su propia tradición e identidad. Los recién llegados no. Y por tanto, el dilema no es laicismo o tradiciones religiosas y culturales propias. La cuestión es si la tradición e identidad catalana subsistirá en medio de las otras que han llegado, o si quedará borrada y será sustituida por aquellas.
Publicado el 27 de agosto en el Diari de Girona