El siempre polémico científico Oriol Mitjà ha declarado que estamos en el inicio de la séptima ola. Sería la consecuencia de la nueva estrategia de «gripalizar» la covid; es decir, tratar la pandemia de la misma forma que lo hacemos con la gripe, sin declaraciones de contagios, cuarentenas ni medidas de prevención específicas.
Es una moneda en el aire, y puede salir cara o cruz, como se constata escuchando las contradictorias interpretaciones del mismo mundo sanitario y científico, porque es evidente que el SARS-CoV-2 no es una gripe, sino un coronavirus que todavía no conocemos bastante bien. Su continuada presencia entre nosotros significa también la facilidad para que continúe su proceso natural de mutaciones, que tienen como finalidad evolutiva contagiar más y mejor, como ha ocurrido con la variante del ómicron.
No está nada claro que una mayor capacidad de contagio se una a una menor letalidad. Este interrogante está sobre la mesa. En este sentido, no parece lógico que el criterio de la mortalidad acumulada y del exceso de mortalidad no se introduzca como una variable necesaria en la medición de la dinámica de la pandemia. Ahora, desmantelados todos los sistemas de control, mejor o peor, todo queda reducido al control del contagio entre los mayores de 60 años y el índice de empleo de hospitales y UCIs. El problema radica en que estos dos últimos indicadores están al final del proceso y cuando llegan a cifras preocupantes significa que la bola de nieve de la covid ha crecido mucho y ya no se puede detener con facilidad.
Ahora, los ingresos en hospitales crecen sustancialmente. Han aumentado un 70% en menos de un mes, cuando el 2 de abril se registró la cifra más baja de hospitalizados en planta, que es una magnitud de crecimiento superior a las oleadas anteriores. Sin embargo, es cierto que al mismo tiempo la cifra en las UCI es también la más baja de todo este periodo, por lo que hay hospitales que solo tienen 1 o 2 ingresados.
¿Qué es lo que puede depararnos el futuro? Ahora estamos apreciando el impacto del fin de las cuarentenas; es decir, el hecho de que personas que son portadoras se trasladen y trabajen con toda libertad y, por tanto, se conviertan en posibles focos de contagio. Aún no hemos experimentado el efecto potencial de difusión del coronavirus que puede haber provocado la Semana Santa, y debe llegar con más retraso todavía el tercer factor que es la desaparición de las mascarillas en los interiores.
La combinación de esta secuencia a lo largo del tiempo puede multiplicar los casos en las próximas semanas. Junio será, en ese sentido, un mes determinante para ver si el panorama se complica en exceso. Hay que considerar que como las UCI son el último escalón que registra la magnitud de los contagios, no empezaremos a ver los posibles efectos hasta mediados de mayo. Como decíamos al principio, los gobiernos han arrojado una moneda al aire y ahora habrá que ver si antes de las vacaciones sale cara o cruz.
Juegan a favor del control, el buen tiempo que facilita los ámbitos exteriores y el elevado nivel de vacunación sobre todo en las personas mayores de 60 años, que son las más perjudicadas. Juega contra la progresiva pérdida de inmunidad de las vacunas a consecuencia del paso del tiempo. En Italia, por ejemplo, ya se ha empezado a aplicar la cuarta dosis a la mayor población. Juega en contra también las celebraciones masivas de espectáculos musicales y de otra índole que son propias de la temporada que ahora comienza.
Cada vez más emerge la impresión de que el relajamiento gubernamental en las medidas viene determinado porque la mortalidad en términos de impacto significativo se produce en personas de 70 años para arriba, es decir, que ya son marginales en el sistema productivo, pero que si este impacto, como ocurría con la gripe española de 1918, se diera sobre todo en la población más joven, la activa, las medidas serían mucho más restrictivas.
Sea cierta o no esa sospecha, lo cierto es que los hechos le acompañan. De una manera silenciosa, pero tangible, en este momento se están produciendo de nuevo numerosas situaciones de contagios masivos en residencias y en espacios habitados por personas mayores. Es cierto que la mortalidad es mucho menor, pero se mantiene muy presente. La cuestión es si una vez más, y será la enésima, las medidas del gobierno han pecado de optimismo, es decir, de irresponsabilidad.