Cuando un gobierno gira su mirada solo hacia su propia supervivencia, los pilares del Estado comienzan a resquebrajarse. En España, bajo el liderazgo prolongado de Pedro Sánchez, el país empieza a mostrar síntomas graves de deterioro institucional. Los efectos no son abstractos. Se traducen en hospitales colapsados, trenes averiados, autopistas en ruinas y un apagón nacional sin explicación oficial clara.
Porque aunque a menudo se minimice su papel, ministros, secretarios de Estado y asesores existen para algo más que gestionar titulares: para gobernar. Y cuando los responsables públicos se distraen —o son sencillamente incompetentes—, las consecuencias son tangibles. Y catastróficas.
Uno de los frentes más alarmantes es el de las infraestructuras públicas.
Según un estudio reciente de la Asociación Española de la Carretera, más del 50% de las vías presenta un estado deficiente. En los últimos tres años, las carreteras gravemente deterioradas han aumentado un 161%, una cifra que no habla de estancamiento, sino de un proceso de degradación acelerada. Se necesitarían más de 13.000 millones de euros para revertir la situación. Solo en Cataluña, la cifra ronda los 1.000 millones, en una comunidad con una de las densidades de tráfico más altas del país.
El deterioro no solo se paga en baches. También en vidas. Carreteras mal conservadas incrementan el riesgo de accidentes, elevan el consumo de combustible y disparan la contaminación. Pero lo más inquietante es el silencio administrativo: la denuncia no ha salido de los pasillos del Gobierno, sino de la sociedad civil.
El caos no se detiene ahí. El sistema ferroviario nacional, otrora orgullo de modernización, se encuentra al borde del colapso. Renfe, especialmente en Cataluña, ha normalizado el desastre: trenes de cercanías que tardan más que hace 50 años, averías crónicas, interrupciones constantes. La alta velocidad, considerada la joya tecnológica del país, también ha entrado en crisis. Viajeros atrapados durante horas en medio de la nada, sin agua ni aire acondicionado, no son anécdotas aisladas, sino el síntoma de un sistema tensionado hasta el límite.
Lo más grave es que todo esto era previsible. Desde 2021, ADIF monitorea los riesgos derivados de la liberalización del servicio ferroviario. Sus propios informes anticipaban lo que ahora sufrimos: una red saturada por la competencia entre Renfe, Iryo y Ouigo, sin una inversión paralela que garantizara fiabilidad.
En el aire, la situación es algo mejor, pero no exenta de señales de alarma. Algunos aeropuertos muestran síntomas de saturación. Y el contraste duele: se pretende que el turismo sea el salvavidas del PIB, pero se descuida la logística que lo hace posible.
Si dos órganos interconectados no pueden ponerse de acuerdo ni para explicar un incidente nacional, ¿cómo van a prevenir el siguiente?
Y en el colmo del descontrol, el Gran Apagón. Durante horas, el país entero quedó a oscuras. Hasta hoy, seguimos sin saber por qué. La versión de la ministra de Transición Ecológica ha sido contradicha por la de Red Eléctrica, la empresa estatal encargada de la distribución. Si dos órganos interconectados no pueden ponerse de acuerdo ni para explicar un incidente nacional, ¿cómo van a prevenir el siguiente?
La sensación de orfandad institucional es profunda. Lo público no se desmorona solo: se abandona. Y en España, tras más de siete años de gobierno, la falta de atención ha dejado de ser una crítica política para convertirse en una certeza objetiva.
No se trata solo de incompetencia. Se trata de prioridades. Y cuando gobernar se convierte en un ejercicio de imagen y de estricta auto supervivencia, el país paga la factura.
Ha llegado el momento de que la ciudadanía vuelva a tener la palabra. Cuanto más tiempo trascurra sin disponer de un gobierno normal, más dura será la caída y más difícil rehacerse.
Las carreteras, trenes y servicios públicos se caen a pedazos. ¿Dónde está el Estado? #Infraestructuras #GobiernoSánchez #España Compartir en X