El panorama surgido de las elecciones es desolador. ¿Cómo podrán gobernarnos quienes se odian tanto entre ellos, quienes nos descalifican porque pensamos distinto? ¿Los mismos que en Madrid y en Barcelona nos han conducido a esta situación serán quienes la resolverán? La respuesta está en los votos: entre abstención, voto en blanco y nulos, poco más de la mitad del electorado ha optado por un partido. El ganador es la abstención. Brota como nunca la irritación, la desconfianza, y sobre todo el temor al futuro.
La crisis política de los partidos es una evidencia, aunque intenten proceder como si nada sucediera. El bloque independentista ha perdido cerca de 700.000 votos, el centroderecha español 800.000 y el bloque gobernante en Barcelona y Madrid 100.000. El agujero de representatividad es inmenso. ¿Cómo y quiénes lo llenarán?
Para superar este callejón sin salida, necesitamos desesperadamente la esperanza. ¿Pero cuál? Hay una, la del mito de Pandora y de su caja abierta, de donde salen los infortunios para golpear a la humanidad, mientras la esperanza permanece en el fondo, con toda la ambivalencia de su significado griego: la expectativa del futuro y el miedo a que sea incierto.
Necesitamos otra esperanza, aquella que describe Charles Péguy en su poema El pórtico del misterio de la segunda virtud. La presenta como una niña pequeña que va de la mano de sus hermanas mayores, la fe y la caridad, y que sorprende a Dios mismo. “La fe que más amo, dice Dios, es la esperanza… Lo que me sorprende… es la esperanza. Y no sé cómo darme una razón para ello. Esta pequeña esperanza que parece una pequeña cosa de nada. Esta pequeña niña espera. Inmortal”. Esa esperanza, que nace pequeña y nadie ve pero que a todos conduce y resulta inmortal, esa es la que necesitamos.
Pero ¿cómo lograrla? En la introducción de un libro que fue famoso en el pasado reciente de Estados Unidos, The pocket book of America (1942), se lee esta frase: “En tiempos de gran crisis, las naciones como las personas tienen que redescubrir qué es aquello por lo que viven”. ¿Para qué vivimos los catalanes? ¿Dónde está nuestro corazón? Esa es la pregunta decisiva a la que hay que responder, y no ciertamente desde la partitocracia, sino desde la sinceridad.
Hubo en el pasado un ejemplo de sinceridad que triunfó. Lo encuentro en el artículo de Enric Juliana el día de las elecciones, en el que rememoraba el texto que Jordi Pujol publicó en este periódico tres meses antes de los primeros comicios al Parlament, que le condujeron contra pronóstico a la victoria. Su título, “San Pancracio, salud y trabajo”, era una sincera y provocadora declaración de principios ante la hegemonía cultural y política de la izquierda, de socialistas y comunistas, que habían ganado dos elecciones generales sucesivas por amplio margen. Todo el mundo quería ser progresista, marxista, como hoy, si bien ahora el aglutinante teórico no es el marxismo, sino la más arbitraria mimesis del feminismo y las identidades de género. Pujol reivindicaba una alternativa política inexistente, y lo hacía con un símbolo políticamente incorrecto: el de una imagen de san Pancracio colgada en una pared de la casa de sus padres, que mostraba la petición popular que acompaña a este santo: salud y trabajo. Hoy quedan pocas imágenes de esta clase, pero su bandera está más viva que nunca. ¿Qué desea nuestro corazón y nos puede unir ahora mismo? Un esfuerzo histórico para garantizar la salud y el trabajo de todos los catalanes, y el convencimiento de que quienes gobiernan no lo van a hacer, porque son otras sus prioridades, como queda claro por las leyes y políticas que realizan.
Al referirme al pasado no me aferro a ninguna nostalgia. Lo que señalo es otra cosa: se puede superar una realidad política adversa si se tiene la decisión, el valor de expresar sin complejos y con inteligencia las propias convicciones políticas, lo que honestamente se considera que es lo mejor para el país. Cuando esto sucede, entonces aparece la epifanía de la realidad. Resulta que aquello que era ajeno a la política y a la cultura hegemónica, cuando es expresado con sinceridad, se convierte en lugar de encuentro político de mucha gente, que permanecía ignorada, mal votando, o ya ni eso. Creían que ya no existía esperanza para lo suyo, cuando en realidad era el silencio de la renuncia lo que ocultaba su fuerza.
Por esta causa hay que levantar la bandera de la nueva esperanza, del movimiento cívico que regenerará la política, porque terminará por expulsar la partitocracia y empoderar realmente a los ciudadanos, marginando aquellas ideologías que constituyen las coartadas del poder, a fin de que afloren las respuestas a las necesidades reales. Salud y trabajo y todo lo que esto significa.
Y el primer paso de esta renovación y regeneración política debe concretarse a pie de calle: las alternativas municipales a poco más de dos años vista, que tienen como clave la alternativa al gobierno de Colau y sus aliados inseparables, el Partido Socialista. Barcelona es el centro de toda estrategia de futuro.
Artículo publicado en La Vanguardia