El Sínodo de la Iglesia: contexto y propuestas

El Papa Francisco ha convocado la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, con el título «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión», que está previsto que se celebre en Roma en octubre de 2023. El objetivo es conseguir que de forma real y efectiva todos los bautizados, religiosos y laicos, caminen juntos en comunión y fraternidad, y que asuman su corresponsabilidad en la misión evangelizadora. Para garantizar que todos los fieles puedan participar en la reflexión, se ha diseñado un camino de dos años, que empezó el pasado mes de octubre.

Este sínodo se convoca cuando la Iglesia católica, y el cristianismo en general, afrontan en Occidente uno de los mayores retos de sus dos mil años de historia. En una época en la que el cristianismo está siendo sustituido por una nueva cosmovisión globalista con vocación de convertirse en una nueva religión laica. Como tal se siente autorizada a redefinir la naturaleza y la sexualidad humanas, el matrimonio o la familia; o a establecer nuevas normas sobre el origen y fin de la vida de las personas, la procreación, y otros aspectos esenciales para la persona y para el futuro de la sociedad. Esta nueva religión niega el principio de subsidiariedad y promueve unos poderes públicos cada vez más intervencionistas en aspectos como la educación o la patria potestad de padres y madres.

En el último medio siglo muchos cristianos, religiosos y laicos, han confiado en poder integrar las nuevas corrientes secularistas con el mensaje cristiano. Pero los resultados están a la vista: a medida que estas nuevas corrientes han alcanzado el poder político y la hegemonía cultural han ido imponiendo su revolución cultural y antropológica abiertamente opuesta a la cosmovisión cristiana.

El Papa Francisco nos ha alertado de esta gran revolución de nuestro tiempo: «se percibe la penetración cultural de una especie de “deconstruccionismo”, en donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero. Son las nuevas formas de colonización cultural.» Y Francisco nos ha avisado también de las graves consecuencias que esto conlleva: «No nos olvidemos que los pueblos que enajenan su tradición, y por manía imitativa, violencia impositiva, imperdonable negligencia o apatía, toleran que se les arrebata el alma, pierden, junto a su fisonomía espiritual, su consistencia moral y, finalmente, su independencia ideológica, económica y política». (Encíclica Fratelli Tutti, 13 y 14).

Que la corrección política y la ideología de género se hayan impuesto de forma tan evidente, sin que hayan saltado las alarmas ni en el conjunto de la sociedad ni en el seno de la Iglesia debería llevarnos, de entrada, a hacer una profunda autocrítica. En este sentido, sorprende que el cardenal Omella no hiciera referencia alguna a ello en su discurso de apertura de la última Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, a pesar del tono claramente autocrítico de aquel discurso. No ha habido hasta ahora una respuesta a la altura del desafío que supone esta inmensa revolución, que culmina la de finales de los años sesenta del pasado siglo. Mientras que la ruptura antropológica y cultural de mayo del 68 se circunscribía a unas minorías intelectuales y estudiantiles, hoy afecta al conjunto de la sociedad y en su radicalidad va mucho más allá que aquella.

En este contexto, sugiero tres cuestiones y retos que sería importante que se consideraran en el camino sinodal. El primero es el papel profético que debe tener la Iglesia, más que nunca en nuestro tiempo. El espíritu sinodal de caminar y discernir juntos religiosos y laicos, no exime a los obispos de su responsabilidad de defender públicamente y con todos los medios a su alcance el magisterio y la moral de la iglesia. Y por ello, como pastores, deben dar una respuesta crítica, razonada y comprensible ante muchos de los cambios legislativos y culturales que se están produciendo. Por la posición preeminente de los obispos en sus respectivas diócesis, si ellos no se mojan la mayoría de los presbíteros tampoco lo harán, y ese silencio o tibieza dificulta que los laicos tomen conciencia y puedan reaccionar. Los cristianos no debemos cohibirnos a la hora de denunciar los males de nuestro tiempo porque nuestra crítica sí va acompañada de una propuesta de vida alternativa y de la gracia para la regeneración personal y comunitaria.

El segundo es la necesidad de dar voz y protagonismo a los laicos dentro de la Iglesia. Los fieles laicos, las mujeres sobre todo, deben tener un papel destacado en la respuesta frente a la revolución cultural de nuestro tiempo. Una mujer casada, una madre de familia, puede ser hoy mucho más convincente hablando sobre estos temas que un obispo o un sacerdote. También hay una nueva generación de jóvenes que están tomando conciencia de la situación, a los que de forma innovadora y creativa se les debe abrir las puertas y ofrecer espacio a nivel parroquial y diocesano.

El último reto sería afrontar el grave fenómeno de la desaparición de la presencia cristiana del ámbito de la educación. Por un lado, existe un intervencionismo creciente de la Administración educativa que acaba sustituyendo a los padres en la elección del centro educativo. La nueva ley española de educación, al eliminar el criterio de la «demanda social» de los padres para determinar las plazas de los centros concertados, puede acabar provocando la asfixia de muchas escuelas concertadas por falta de alumnos.

Pero también es necesario desvelar la conciencia de los padres y madres cristianos para que sean activos y reivindiquen que se haga efectivo su derecho fundamental a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que vaya de acuerdo con sus convicciones, tanto en la escuela pública como en la concertada. Y es necesaria una actuación adecuada y decidida tanto por parte de las congregaciones religiosas titulares de centros educativos como de las respectivas diócesis, para que las escuelas cristianas ofrezcan una educación integral digna de este nombre.

Publicado en el Diari de Girona, el 22 de noviembre de 2021

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