El Sahel y Europa: la frontera del caos

El Sahel, esa franja que separa el desierto del Sahara de las sabanas del África negra, se ha convertido en el epicentro de un conflicto que combina la miseria, la demografía explosiva y la violencia sin freno. En esta región, donde viven más de 400 millones de personas, los Estados son frágiles, las fronteras porosas y los ejércitos, insuficientes. El resultado es un vacío de poder que atrae a todos los actores del desorden: desde el yihadismo global hasta los mercenarios rusos, pasando por las redes criminales que trafican con todo lo imaginable.

La descomposición no empezó ayer.

Durante años, el Sahel fue una zona de equilibrio precario sostenida por la presencia francesa. La operación Barkhane, iniciada en 2014, pretendía frenar el avance del terrorismo islámico en Malí, Níger y Burkina Faso. Pero la fatiga política en París, unida al sentimiento antifrancés alimentado por los nuevos regímenes militares, ha terminado por expulsar a Francia del tablero. En su lugar ha entrado Rusia, a través del grupo Wagner y otras estructuras similares que, más que estabilizar, garantizan a Moscú acceso privilegiado a las minas de oro, uranio o coltán. El precio es una alianza cínica: protección a cambio de recursos.

El vacío dejado por Occidente lo ocupan también las milicias locales, entre ellas los pastores fulani o peul, cuyo nombre evoca a una de las etnias más antiguas y extendidas del África occidental. Originalmente dedicados al pastoreo, muchos de sus grupos armados se han transformado en verdaderas bandas paramilitares que operan en Nigeria y países vecinos, enfrentados con comunidades agrícolas en conflictos por la tierra y el agua. La frontera entre bandidos, yihadistas y milicianos es difusa: a menudo son las tres cosas a la vez.

Todo este entramado convierte al Sahel en un espacio sin ley.

Como describe el periodista Pablo Ginés, Libia funciona como la “isla de la Tortuga” de este nuevo Caribe africano: un refugio donde convergen armas, drogas, inmigrantes y dinero sucio. De allí parten las rutas hacia el Mediterráneo que alimentan las mafias de la inmigración y sostienen un negocio multimillonario. Desde las costas libias, miles de personas intentan cada año alcanzar Europa, en un flujo que mezcla desesperación, crimen y geopolítica.

Nigeria, el gigante africano, es el país más amenazado por el desbordamiento de esta inestabilidad. Con más de 230 millones de habitantes y un peso demográfico que condiciona a toda África occidental, su caída en el caos tendría consecuencias catastróficas. El norte del país está plagado de grupos armados —Boko Haram, el Estado Islámico de África Occidental, las milicias fulani— que compiten por territorio y botín. Si Nigeria se desmorona, el Sahel entero se hundiría con ella. El cristianismo es el gran obstáculo. Por eso sufre cada vez más.

Europa, mientras tanto, asiste al deterioro desde la distancia, atrapada entre su impotencia estratégica y su dependencia energética.

Francia, agotada y sola, ha sido incapaz de mantener el esfuerzo militar. España, que debería ser el país más interesado en la estabilidad del flanco sur, se limita a una política simbólica, sin influencia real. Italia, que sufre directamente la presión migratoria, tampoco logra articular una estrategia común. Bruselas habla de “asociaciones para el desarrollo”, pero el problema del Sahel no es solo económico: es de poder, de seguridad y de civilización.

El resultado es que la defensa europea se apoya cada vez más en un actor ajeno: Marruecos, convertido en guardián involuntario del Mediterráneo occidental. Washington lo sabe y refuerza sus vínculos con Rabat, consciente de que, si el Sahel se hunde, el caos alcanzará el Magreb. Marruecos se convierte así en la muralla avanzada de Occidente, mientras Europa mira hacia otro lado.

El Sahel, en definitiva, condensa todos los ingredientes de una tormenta perfecta: crecimiento demográfico desbocado, crisis climática, pobreza endémica y fanatismo religioso. En un territorio tan vasto como incontrolable, cualquier chispa puede prender el incendio. Y si el fuego se extiende, no tardará en llegar a las puertas de Europa. Lo que hoy parece un problema lejano es, en realidad, la frontera inmediata de nuestro futuro.

Europa no puede permitirse seguir ciega ante su sur. Si no actúa con una estrategia clara —de seguridad, desarrollo y cooperación real— el Sahel se convertirá en un agujero negro que absorberá toda esperanza de estabilidad en África y, por extensión, en el Mediterráneo. La historia enseña que las civilizaciones no caen por los golpes del enemigo, sino por su propia indiferencia. En el Sahel, esa lección se repite con una claridad inquietante.

Francia se va, Rusia entra, Europa calla. El Sahel se hunde. #Geopolítica #Europa #África Compartir en X

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