El presidente Sánchez en su comparecencia ante los medios de comunicación primero, y en el Congreso de los Diputados después, el pasado miércoles 14 de abril, ha informado del Plan de Recuperación, Transformación y Resilencia. Su fin es acceder a los fondos europeos y se configura en torno a 10 grandes objetivos, que absorberían los 70.000 millones de euros a fondo perdido. Estamos ante una movilización histórica de recursos europeos, y no solo por su dimensión, sino por su concentración en el tiempo, en principio, tres años.

Pero a pesar de la extensa intervención de Sánchez, la verdad es que deja en el aire tantos interrogantes, que resulta legítimo dudar que no se produzca un gran fiasco si no se afina toda la concepción. Porque no se trata de presentar “proyectos” de transformación económica y de reforma, sino de que exista una visión estratégica de conjunto. Alcanzarla, exige definir con claridad cuáles son las consecuencias de las transformaciones, y cómo serán las reformas en relación con los grandes problemas estructurales que sufre este país. Sobre esta relación no abunda la información, más bien lo contrario.

Una operación de esta magnitud exige que se informe a la pertinente Comisión del Congreso porque es la única forma de que la sociedad pueda penetrar en los arcanos del “libro azul” de Sánchez.

Porque no se trata de hacer “cosas”, por grandes y dotadas de tecnología que sean, sino encajar bien los proyectos en el diagnóstico previo, y la articulación entre ellos y las reformas. Y ahí radica la gran duda.

Atendiendo a la naturaleza radical de los problemas de la estructura económica y social española, es decir, de aquellos que están en la raíz de todo, resalta como evidente el más nuevo, el de la situación de la sanidad y el futuro de la pandemia. En el primer caso, porque es necesario un esfuerzo para abordar todas las otras patologías que no son la Covid-19, y que han quedado muy marginadas, y en relación con la pandemia, porque la vacunación no va a eliminar todos los peligros futuros, derivados de la carencia de un buen sistema de control y detección de enfermedades. España debe aprender la trágica lección que ha sufrido.

El impacto pandémico, más el no haber hecho los deberes antes, sitúa otra gran amenaza: la deuda pública, que se elevará al 120-125% del PIB, una cifra histórica. Los próximos 2 años se añadirán 150.000 millones de euros al crecido débito existente. Ciertamente el Banco Central Europeo nos protege, pero la deuda está ahí y hay que pagarla. Incluso si su coste es reducido, el resultado sigue siendo abultado. La deuda, no nos engañemos, es como una droga para el dolor. Es necesaria para evitar mayores daños, pero no podemos acostumbrarnos a ella, porque entonces se transforma en una enfermedad, que puede ser peor, sobre todo, si las tasas de interés evolucionan al alza por moderada que sea. El Plan, por consiguiente, no puede generar más gasto recurrente en el futuro, y sí más bien debe procurar lo contrario.

El paro es otra cuestión clave en cuatro aspectos: su dimensión cuantitativa, su carácter crónico, la temible afectación entre los mayores de 55 años, y la terrible entre los jóvenes, con una abrumadora cifra del 40% sin empleo, la peor de Europa. Según las últimas previsiones del FMI, hasta 2025 no situaremos el desempleo en un nivel similar al del 2019. Es una mala noticia por partida doble. Primero porque nos habrá llevado seis años recuperarnos de lo más decisivo: los puestos de trabajo. También porque la cifra del año previo al brote de Covid-19, era francamente mala, por encima del 14%. Desde 2010 tenemos una cifra de desempleo extraordinariamente grande, que nos hace ocupar los primeros lugares de Europa en esta lacra. Significa que durante 15 años el paro viene causando estragos, y va a seguir así si no hay un cambio radical, precisamente aquel que los nuevos proyectos deberían propiciar.

Conectado con él, y en un plano previo, la emergencia educativa del sistema escolar español. Un problema crónico al que tampoco se ha sabido encontrar una solución. El país hizo algo bien hecho en el pasado: la alfabetización total y proporcionar, al menos formalmente, estudios de secundaria a la mayoría de la población. Pero de esto hace tiempo. A partir de ahí, nos hemos convertido en el enfermo de Europa, y no porque nuestros recursos sean escasos. No son suficientes; deben crecer, sin duda; pero otros países con una proporción mucho menor del gasto por alumno obtienen mejores resultados. Es el caso de Portugal, y aún más de Polonia, que con un gasto inferior al español, se ha situado en lo más alto del ranking de países europeos. La ley Celaá, en cuanto a posibles soluciones, está muerta antes de empezar. Porque, en lugar de abordar el problema, lo que hace es maquillarlo ideológicamente, rebajando las exigencias educativas.

El corolario de paro y crisis de la enseñanza es la abundancia de jóvenes de entre 16 y 29 años, que ni estudian ni trabajan, los nini, categoría en la que también ocupamos un lugar destacado en la Unión Europea, y que constituye un drama para ellos y una losa para la economía, porque en su mayoría están condenados, además de a mal vivir, a ocasionar más gasto que ingresos a lo largo de su ciclo vital.

Otro problema estructural, que desde principios de este siglo nos ahoga, y está conectado con la crisis educadora, es el de la deficiente productividad, en especial la total de los factores (PTF), la más decisiva.

La gran amenaza, que no por anunciada resulta menos grave, es la quiebra demográfica por el déficit de natalidad. A pesar de su carácter decisivo, el problema no forma parte de la agenda política: la tasa de fertilidad de España es de 1,23, hijos por mujer en edad de engendrar, una de las peores del mundo, y muy por debajo de la tasa de equilibrio de 2,1 hijos. Pero es que, además, durante la pandemia, el número de embarazos y nacimientos ha disminuido aún más. Esto acelerará el declive. No es una anécdota que las mujeres autóctonas no creyentes tengan ya una tasa inferior a 1, una magnitud catastrófica, que se ve parcialmente compensada por las católicas practicantes y las musulmanas. Toda esta crisis se multiplicará cuando se haga realidad la inmediata jubilación de la generación del baby boom, que castigará todavía más el desequilibrado sistema público de pensiones, que en sí mismo es otro problema estructural. El ministro Escrivá ha anunciado medidas que no terminan de abordar en un grado suficiente las causas. En realidad, buena parte de su solución se basa en el traspaso de parte del gasto de la Seguridad Social a los Presupuestos del Estado, con lo cual solo desplaza el problema de un apunte contable a otro.

En qué medida el Plan presentado por Sánchez va a dar respuesta a todo esto es el gran enigma en esta decisiva tercera década de nuestro siglo.

Publicado en La Vanguardia

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