Pare Nostre es una película valiente. No porque haga ninguna gran denuncia, ni porque revele ninguna verdad oculta, sino porque se atreve a mirar de cara a un personaje que, durante décadas, ha sido el nervio de un país y, al mismo tiempo, su espejo más incómodo: Jordi Pujol.
La excusa narrativa es conocida: la declaración que el propio Pujol hizo pública el 25 de julio de 2014, confesando la existencia de un dinero no declarado en Andorra, heredado de su padre y nunca regularizado. Sin embargo, la película no se limita al escándalo. Trata de comprenderlo. Y esto la dignifica.
La obra se centra en los días previos y posteriores a la confesión, pero utiliza con acierto el recurso del flashback para ir más atrás: la infancia, la juventud, la militancia antifranquista, el ideario de país. Es en esa voluntad de contextualización donde la película se hace fuerte. Si se hubiera limitado a reconstruir el escándalo, habría sido una caricatura, quizás bien interpretada, pero superficial. En cambio, intenta hacer lo que toda narración seria debería hacer: comprender al hombre dentro de su tiempo.
Este esfuerzo ha sido visto por algunos como una forma de blanqueo, como si narrar con matices fuese justificar. Pero no se trata de esto. Se trata, simplemente, de explicar bien una figura que ha marcado la historia contemporánea de Cataluña. Y no se puede explicar bien si no se entiende su evolución, su pensamiento y su acción dentro del contexto concreto en el que se fraguó.
La confesión de Pujol fue, evidentemente, un terremoto. Pero la película tiene el acierto de no quedarse atrapada en ese episodio. Lo trata con la gravedad que merece, pero le pone en perspectiva. No por restarle importancia, sino por evitar el reduccionismo. Pujol fue mucho más que un dinero en Andorra.
Él mismo denunció, sin ambigüedades, que el trato recibido a partir de su confesión fue profundamente injusto. No se le juzgó por lo que admitió, sino por todo lo que no había dicho. Se aplicó sobre él una presunción de culpabilidad devastadora, donde se mezclaban las actuaciones de los hijos y de su mujer con la propia biografía, convirtiéndole en símbolo del pecado original de un país entero.
Este maltrato cabe decirlo, no vino solo de la oposición o de los medios de Madrid. Fue especialmente feroz dentro de su propia casa política. Los dirigentes de Convergència —comenzando por Artur Mas— se apresuraron a marcar distancias, invocando una supuesta exigencia de ejemplaridad, pero escondiendo un pánico mal disimulado. Vieron cómo el caso Pujol podía hundirlos políticamente, y reaccionaron como se hace en estos casos: huyendo. Con cobardía y sin ninguna muestra de gratitud.
La jugada, además, les salió mal. Ni salvaron al partido, ni al legado, ni a la presidencia. Fracasaron moralmente, estratégica y políticamente. Habría sido mucho más honesto hacer algo tan sencillo como decir: «Esto es lo que ha declarado Jordi Pujol. Esto es lo que sabemos. Y hasta que no se demuestre lo contrario, mantenemos la presunción de inocencia. No solo porque se trata de un expresidente con una trayectoria insobornable, sino porque todo ciudadano tiene derecho a ello» .
Pujol habría podido seguir siendo tratado con respeto institucional. Y sus herederos, políticos y culturales, habrían demostrado una mínima altura. Pero no. Y de ese miedo ha quedado una devastación todavía visible.
La película retrata todo esto con sensibilidad e inteligencia. Los actores que encarnan a Jordi Pujol y Marta Ferrusola hacen un trabajo espléndido. Para quienes han conocido y tratado al personaje, la interpretación de Pou, a pesar de la distancia física con el retratado, transmite muchos de sus gestos, tics y actitudes. La ambientación también es notable, sobre todo los interiores de la discreta casa familiar y las escenas domésticas.
Donde la película flaquea es en el retrato de sus hijos. Aquí el guion cae en la caricatura, en el trazo gordo, en el estereotipo. Parece como si, agotados por la exigencia de retratar con justeza a Pujol y su entorno más inmediato, los autores hubieran decidido resolver esta parte con prisas y brocha gruesa.
Sin embargo, Pare Nostre es una obra que vale la pena. Tiene ritmo, tiene intención y tiene oficio. Une una narrativa propia del buen cine con una hondura que no es habitual en las producciones del país. Junto a El 47, constituye una muestra de la madurez del cine catalán y del talento extraordinario de nuestros intérpretes.
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