Desde hace algunos años se ha instalado en nuestro país el odio como instrumento de propaganda política. Lejos queda el diálogo que marcó la transición, el abrazo entre oponentes políticos que podían entenderse mejor o peor, pero que se respetaban y eran capaces de llegar a acuerdos beneficiosos para el conjunto de la sociedad.
En cierto sentido, esta omnipresencia del odio en las declaraciones y hechos de algunos de nuestros representantes es expresión de una realidad que tiene implicaciones más profundas.
Impera una forma de vivir que renuncia a la razón y percibe la realidad simplemente a través del sentimiento. El exceso de información, el cada vez más común falseamiento de esta, unidos a una acelerada existencia en el día a día nos impiden tomarnos el tiempo de pensar, de reflexionar, de analizar las distintas situaciones que nos acontecen a nivel personal o comunitario. Con ello se diluyen nuestros principios y pasamos a guiarnos, de forma espontánea e irracional, por lo que sentimos al conocer una noticia o protagonizar un hecho.
No podemos permanecer inertes. Invocar la razón, exponer motivadamente los planteamientos propios en defensa de las ideas que se persiguen debería ser la forma normal de interactuar en política y también de dialogar y compartir entre nosotros. Informar con transparencia a los ciudadanos de las diferentes propuestas que se plantean, convencerles de la lógica de uno u otro posicionamiento, tendría que ser el modo ordinario de ganar o mantener su confianza.
Pero hace tiempo que los ciudadanos dimos a nuestros representantes no solo nuestro voto, sino también nuestro futuro y el destino de nuestras vidas sin exigir nada a cambio, dejándonos llevar por los sentimientos, por lo que nos transmite la imagen creada artificialmente en torno a ellos, y no como consecuencia del examen racional de sus argumentos.
Nos indignamos si se amenaza de muerte a un político al que votamos o con cuyos planteamientos simpatizamos, pero nos alegramos si eso mismo le ocurre a su rival. No reaccionamos ante manifestaciones pueriles, argumentos falaces o hechos deshonestos claramente demostrados, sino que los justificamos, aunque pongan en evidencia su incapacidad para gobernar y para representarnos, para tomar decisiones sobre nuestras vidas.
No somos conscientes de dos consecuencias dramáticas que se derivan de esta forma de hacer política y de ejercer irresponsablemente nuestro derecho/deber de participar en ella.
De un lado, el claro empeoramiento de nuestras condiciones de vida a nivel individual. Aunque no parezca afectarnos directamente –porque a nosotros no nos vaya mal a nivel individual–, más pronto que tarde percibiremos los efectos, porque la polarización, la crisis, la factura social terminarán afectando a todos.
De otro, el progreso y la mejora de nuestra sociedad se paralizan y empeora la convivencia, la economía, la vida social y familiar. Lo hemos visto en épocas pasadas y seguimos sin aprender la lección.
No todo vale para ganar un voto; no todos valen para representarnos en las instituciones. Los ciudadanos tenemos una gran responsabilidad. Ejerzamos nuestro poder criticando estas actitudes, eligiendo en conciencia de forma razonada a quienes votamos, comprometiéndonos incluso en partidos políticos y en asociaciones y estructuras prepolíticas para ayudar a construir el bien común desde la razón, buscando el consenso y rechazando el odio. Nos va el futuro en ello.
Se diluyen nuestros principios y pasamos a guiarnos, de forma espontánea e irracional, por lo que sentimos al conocer una noticia o protagonizar un hecho Share on X