El hombre, el sospechoso habitual: apuntes sobre, masculinidades y un carpintero de otro tiempo

Vivimos tiempos curiosos. Quizá no peores que otros, pero sí más confusos. Y entre todas las confusiones, pocas tan exitosas como la que ha logrado convertir al varón —en general y sin matices— en el gran sospechoso de nuestro tiempo. No hablamos aquí del violento, el corrupto o el irresponsable, sino del hombre a secas. El que se levanta temprano, paga facturas, lleva a los niños al colegio y pregunta en voz baja si alguien ha visto el mando de la tele. Ese. Sospechoso.

La ingeniería social ha hecho del hombre corriente un problema a resolver. Así han proliferado, con entusiasmo casi religioso, los talleres de nuevas masculinidades. Se imparten en ayuntamientos, escuelas y universidades, como si la solución a todos los males pasara por enseñar a los hombres a llorar en grupo, renunciar a su “privilegio” y repetir que su padre lo hizo todo mal. Se les convida a deconstruirse —no a construirse mejor— y se les invita a no ser ellos mismos, sino versiones políticamente aceptables de algo que no se parezca demasiado a un hombre.

El resultado, sin embargo, no entusiasma a nadie. Ni a las mujeres que buscaban aliados firmes, ni a los hombres que intuían que había algo más grande que pedir perdón por ser quienes son. Y aquí entra, de forma inesperada, pero profundamente elocuente, un personaje que Occidente parece haber olvidado: un tal José, carpintero de Nazaret, esposo de María y figura silenciosa de una virilidad serena, fecunda y confiable.

San José, sí. No por mística devoción ni por nostalgia eclesiástica, sino porque representa —sin discursos, sin pancartas, sin aplausos— lo que muchas ideologías modernas han intentado destruir sin éxito: la posibilidad de ser hombre sin pedir perdón, de ejercer una autoridad sin prepotencia, de cuidar sin perder la firmeza.

No fue el padre biológico de Jesús, pero lo trató como a un hijo propio. No fue dueño de su casa, pero la sostuvo con su trabajo. No alzó la voz ni escribió manifiestos, pero actuó cuando hizo falta: huyó de noche a Egipto para salvar a su familia, regresó cuando pasó el peligro, enseñó a su hijo un oficio, una fe, una vida.

Es, en términos de hoy, un escándalo. No tiene cuenta de TikTok, ni da charlas TED sobre paternidad responsable. Pero su figura resume una masculinidad que no necesita adornos: la del custodio, no del dominador; la del servidor, no del salvador; la del hombre justo que no exige derechos, sino que asume deberes. Exactamente lo contrario del ideal que proponen las pedagogías emocionales que hoy se ofrecen como redención obligatoria del varón posmoderno.

Y, sin embargo, ¿no será que necesitamos menos desconstrucción y más ejemplos como el suyo? ¿No será que, frente a tanto manual de autoayuda emocional, el ejemplo de un hombre que actúa sin quejarse, que ama sin condiciones y que asume su lugar sin complejos, resulta más revolucionario que cualquier consigna de género?

Lo admirable de José no es que fuera perfecto, sino que fue fiel. No que hablara mucho, sino que hizo lo que debía. No que reclamara un espacio, sino que lo sostuvo. Fue un patriarca sin trono, un padre sin orgullo, un hombre sin adorno. Y eso, hoy, es más transgresor que cualquier provocación televisiva.

Quizá por eso el papa Francisco, que no se caracterizó por la nostalgia estética, le dedicó una carta apostólica entera en plena pandemia, titulada Patris Corde (con corazón de padre). En ella lo llama “el hombre que pasa desapercibido”, “de presencia diaria y discreta”, pero con un papel esencial. No por lo que dice, sino por lo que sostiene.

Y eso es lo que Occidente parece haber olvidado: que hay hombres que sostienen. No a gritos, no desde la superioridad, sino desde el sacrificio cotidiano, desde la entrega callada, desde el amor que no hace ruido. Frente a un mundo que infantiliza o criminaliza al hombre, él ofrece una imagen madura, sólida, fecunda.

Tal vez por eso, en santuarios de toda Europa —Barcelona, Talavera, Cotignac— se le sigue rezando, no con el lenguaje de género, sino con plegarias de quienes buscan lo esencial: una presencia que proteja, una figura que inspire, un modelo que no abrume pero que sostenga. No se trata de volver al pasado, sino de recuperar lo que nunca debimos perder.

Porque frente al narcisismo terapéutico, al relativismo líquido y a las masculinidades experimentales que no convencen ni a quienes las promueven, quizá no estaría mal reivindicar a este carpintero sin retórica. No es que todos deban parecerse a San José. Pero si más hombres fueran como él —justos, firmes, discretos—, muchas cosas andarían mejor.

Quizá no salve al mundo. Pero seguro que arregla más de lo que rompe. Y eso, hoy, ya es bastante.

¿Nuevas masculinidades? Prueben con una antigua: custodiar, amar y sostener sin aspavientos. San José lo hizo antes que fuera trending. #IngenieríaSocial #SanJosé Compartir en X

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