El euro nació en 1999 como moneda virtual en el marco del Eurosistema bancario. En forma de billetes y monedas, nació en 2002.
La moneda única europea ha sido una historia de éxito fraguada en las dificultades. Se ha hecho fuerte con cada crisis que ha superado, y se ha ganado la credibilidad global y la estima de la mayoría de los 340 millones de ciudadanos de los diecinueve países que forman parte, ocho más que al principio. El 78% de los ciudadanos creen que el euro es una buena cosa para la UE y el 69% para su respectivo país.
Hace veinte años que cerca de trescientos millones de europeos tuvieron en sus manos, cabe decir que con mucha alegría, una moneda nueva, el euro. Desde Lisboa hasta Helsinki pudieron retirar de los cajeros automáticos billetes en euros, comprar con monedas de euro y viajar al extranjero sin cambiar divisas.
Muchos analistas habían profetizado la imposibilidad de que la UE llegara a crear una moneda común. En base a la expansión del mercado único, el euro se ha convertido en uno de los logros más tangibles de la integración europea, junto con la libre circulación de personas, el programa Erasmus de intercambio de estudiantes o la supresión de las tarifas de itinerancia de los teléfonos móviles (roaming).
Una vez creado, muchos continuaron pensando que el euro no duraría mucho debido a defectos congénitos como los siguientes:
Sus países miembros no formaban una zona monetaria óptima para tener niveles muy diferentes de desarrollo, poca movilidad del trabajo, no había precedentes de moneda única entre países sin que hubieran llegado previamente a la unión política, económica y fiscal.
Aquellas profecías han fallado porque no entendieron que el euro era, sobre todo, un proyecto político que esencialmente ligaba a Francia y Alemania, los dos países clave de la UE. Alemania se integraba más fuertemente en Europa renunciando al marco y Francia conseguía influir en la política monetaria europea, hasta entonces dominada por el banco central alemán (Bundesbank). Al mismo tiempo, Alemania lograba controlar la tendencia del marco alemán a apreciarse y entorpecer sus exportaciones.
Los años inmediatamente anteriores a finales de siglo y los primeros años de comienzos del nuevo, en la UE se caracterizaron por su gran optimismo. Este estado de ánimo se basaba en cuatro pilares:
1) preparación de un tratado constitucional, 2) creación del euro, 3) ampliación de la UE a los países del centro y del este de Europa, y 4) Agenda de Lisboa 2000-2010, que pretendía conseguir para Europa a finales de la década, “la economía más competitiva del mundo, socialmente más justa y medioambientalmente más sostenible”.
Tan grande era el optimismo, que en la primera página de la Estrategia de Seguridad europea de 2003 -el primer documento de estas características de la UE, inspirado por el entonces Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, el español Javier Solana– se podían leer estas palabras: “Europa nunca ha sido tan próspera, tan segura y tan libre como ahora. La violencia de la primera mitad del siglo XX ha dado paso a un período de paz sin precedentes en la historia europea”.
Todo aquel documento era una celebración de las virtudes del soft power (poder blando) de la UE. Se defendía la idea de que los instrumentos más eficaces de la política exterior europea eran los valores democráticos, la cultura, el comercio, la diplomacia, la negociación y la fe en un orden mundial reglado. Sus estados miembros habían desterrado para siempre sus guerras intestinas. La UE construía una integración regional que quería ser un modelo para todo el mundo, basado en la paz y la prosperidad. Un modelo de tolerancia, pactista, respetuoso del imperio de la ley y de las libertades, siempre en busca de compromisos para evitar conflictos. El británico Chris Patten, entonces comisario responsable de relaciones exteriores, acuñó una frase que se hizo famosa por describir el poder del soft power de la UE: “la UE hace uso de armas de seducción masiva”. Lo decía en clara alusión a las “armas de destrucción masivas” que se atribuían sin fundamento, como más tarde se demostró al líder iraquí, Sadam Husein.
Aquel contexto, optimista de los años del cambio de siglo, duró poco.
El tratado constitucional fue rechazado en referéndum en 2005. La Agenda de Lisboa resultó un gran fiasco. Las sucesivas ampliaciones hacia el este comportaron más problemas de los previstos. El euro nació con defectos congénitos, sin unión política, económica y fiscal que le amparase. Estos defectos se manifestaron con toda su crudeza en la gran crisis del euro o crisis de la deuda soberana, llegada en el año 2010, después de dos años de estallar la Gran Recesión mundial.
De la crisis del euro de 2010 se salió a través de esas famosas palabras pronunciadas en 2012 por Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central Europeo (BCE): “haremos lo que haga falta” (whatever it takes). A partir de entonces, se reformó el marco de gobernanza de la zona euro mediante un mecanismo conjunto de asistencia para los países con dificultades financieras. La arquitectura de la moneda única se fortaleció con la creación de la unión bancaria, de la que dos patas ya están en funcionamiento (supervisión de entidades financieras sistémicas y autoridad de resolución por parte del BCE) y una todavía en fase de creación (sistema de garantía de depósitos, dejado para más adelante por lo que implica de grado de integración fiscal todavía no alcanzado).
El balance del euro para España ha sido positivo.
Es la primera gran realización de la UE a la que España se incorpora desde el primer momento de su creación. Con la adopción de la moneda europea, España renunciaba a la peseta y a sus devaluaciones periódicas como primera medida para salir de sus crisis económicas periódicas. Esto la obligaba a aprovechar la estabilidad que le proporcionaba el euro para avanzar en la convergencia en renta per cápita en relación con los países europeos líderes. Desgraciadamente, España no ha aprovechado suficientemente aquella oportunidad que se le brindó y continúa con un importante diferencial de productividad en relación con los países más avanzados de la UE.
No es de extrañar que Bruselas pida continuamente cambios estructurales a la economía española. Últimamente, exige reformas para obtener los fondos europeos provenientes del programa Next Generation EU. A los ojos de Bruselas, España está adoptando medidas que no solucionan la dualidad del mercado de trabajo ni consiguen situar las pensiones en un camino sostenible.
España necesita hacer un gran esfuerzo en todo lo que supone la recepción y buena aplicación de los fondos europeos de la Next Generation EU. Estamos ante la primera emisión de deuda pública mancomunada entre los países europeos para financiar la mayor inyección de fondos de la historia del continente desde el Plan Marshall. España recibirá 170.000 millones de euros de fondos europeos. Es el segundo país miembro de la UE más beneficiado, después de Italia.
El euro ha sido la integración monetaria más exitosa de la historia. No sólo se ha fortalecido como moneda en los primeros veinte años de vida, hasta rivalizar con el dólar, sino que ha fortalecido sustancialmente el proyecto europeo. Aún queda mucho por hacer: superar sus defectos congénitos y continuar innovando, promover el papel internacional del euro y adaptarlo a la era digital.
El euro ha sido un gran éxito y debe seguir siendo el motor de la UE. Por eso es de justicia felicitarle por sus veinte años de existencia y desearle una larga vida.
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