Hay cosas que sorprenden incluso a quien ya está curada de espantos. El libro reciente de Josep Miró i Ardèvol, La pederastia en la Iglesia y la sociedad. El gran chivo expiatorio, revela un panorama desolador, indignante por su magnitud, y perverso por la forma en que las instituciones públicas gestionan el problema del abuso sexual infantil.
Si uno se detiene en los hechos, aquellos que tan obstinadamente se ignoran desde ciertas alturas oficiales, se da cuenta enseguida de una terrible paradoja: según los mismos datos del Ministerio del Interior, solo en el 2023 se denunciaron más de 9.000 casos de abuso sexual a menores.
Sin embargo, el informe elaborado por el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo —cuyo cargo parece pesar menos que su pasado socialista—, se centra obsesivamente en la Iglesia católica. Se trata de 654 casos recopilados en un período de 70 años, de los cuales solo 8 corresponden al lapso entre 2010 y 2023.
Hay que detenerse un momento en las cifras: según las fuentes, solo entre el 0,25% y el 0,6% de estos delitos tienen relación con el clero. ¿Y el resto? El 99% restante ocurre en hogares, escuelas y entornos cercanos a las víctimas. Padres, padrastros, amigos, monitores y profesores -estos últimos con una tasa hasta 19 veces superior a la del clero- aparecen estadísticamente como los grandes agresores. Pero estos datos —suministrados por fundaciones como ANAR, informes oficiales y registros judiciales— son ignorados olímpicamente.
Para que esa gran anomalía prospere ha sido necesaria la complicidad activa o pasiva de la mayoría parlamentaria, liderada por el gobierno de Pedro Sánchez.
La situación, más que política, es moralmente deplorable y jurídicamente cuestionable, puesto que vulnera principios esenciales de nuestra Constitución, como el de no discriminación y la prohibición de arbitrariedad por parte de los poderes públicos. Resulta insólito que un país democrático permita que sus instituciones actúen de esta forma tan flagrantemente injusta, encubriendo miles de casos reales mientras persiguen selectivamente a unos pocos.
Esta situación genera graves responsabilidades legales: delitos de omisión en la persecución de crímenes, posible prevaricación al adoptar medidas discriminatorias, e incluso complicidad institucional si se demuestra que hubo actos específicos para facilitar la impunidad.
El caso valenciano de Mónica Oltra, cuyo marido estuvo implicado en abusos en centros de menores tutelados por la Administración, es emblemático de cómo el poder protege a ciertos culpables mientras azota a otros por razones políticas o ideológicas.
Además, un aspecto especialmente grave es el encubrimiento institucional. Con el enfoque obsesivo sobre la Iglesia, el 99% de las víctimas reales quedan en la sombra, sin reconocimiento ni reparación de ningún tipo. La indiferencia generalizada hacia casos masivos en centros de tutela pública, escuelas y familias convierte este problema en un drama nacional completamente desatendido.
La cuestión final es: ¿qué tipo de política pública puede construirse sobre esta grotesca manipulación de la realidad? Mientras miles de víctimas permanecen invisibles, la sociedad española contempla, entre la indiferencia y el cansancio, cómo sus instituciones miran hacia otro lado, convirtiendo una tragedia en una burda caricatura política
No se pierda la oportunidad de adentrarse en este inquietante escenario leyendo La pederastia en la Iglesia y la sociedad, una obra rigurosa, sorprendente y, a pesar de su contundencia, fácil de leer.
Si antes ya sospechaba que algo iba muy mal, después de su lectura tendrá motivos concretos y sólidos para indignarse. Si todavía no se había inquietado, difícilmente podrá mantenerse indiferente ante la evidencia de los hechos.
El libro se encuentra ya en las librerías.
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