Cuando a finales de los años veinte del siglo XXI la política europea y española entró en su fase más decadente, pocos podían imaginar que el vacío cultural y moral no lo llenarían ni los populismos de derecha ni los progresismos agotados, sino una fuerza inesperada: una vanguardia cultural de raíz cristiana, no confesional, que en una década se transforma en una corriente principal.
Todo empezó en medio de la crisis de legitimidad del sistema. En España, el sanchismo había convertido al Estado en un mecanismo de autopreservación partidista, mientras en Cataluña el procés había dejado un desierto moral y político. Europa, por su parte, ahogada en tecnocracia y discursos vacíos, se enfrentaba a un problema más grave: la pérdida de sentido y un belicismo redescubierto y suicida.
En ese vacío, un pequeño grupo de personas comprometidas, de intelectuales, educadores y activistas, decidió que la respuesta no podía ser ni más crispación, ni más tecnocracia, ni más demagogia. No podía ser continuar con la partitocracia que nos ahoga. Había que recuperar las raíces humanistas y cristianas de Europa, pero sin caer en confesionalismos. Hablaban de comunidad, de familia, de bien común, de virtudes, de regeneración. Y, sobre todo, supieron traducir ese lenguaje antiguo en nuevos símbolos, y proyectos políticos conectados con las necesidades de la gente.
Los primeros años (2025–2028) fueron los más difíciles. Revistas digitales leídas solo por unos pocos miles, escuelas de liderazgo que reunían a treinta jóvenes en un casal parroquial, pódcast que sonaban a clandestinidad cultural. Pero en esa oscuridad empezó a latir otra manera de entender el futuro.
Entre 2028 y 2032, la vanguardia dio el salto. Las primeras promociones de esa escuela de líderes habían creado redes locales: asociaciones vecinales, cooperativas de consumo, plataformas juveniles creativas. Artistas cansados del discurso woke encontraban en esa propuesta un nuevo hilo narrativo. En algunos barrios, la presencia era tan visible que ya no parecía un movimiento minoritario, sino un tejido cívico con vida propia.
Mientras, los populismos de derecha mostraban sus limitaciones: criticar sin proponer, movilizar sin construir. Los gobiernos progresistas, por su parte, ahogados en contradicciones internas, no sabían responder al colapso educativo, demográfico y social. La sociedad, en cambio, empezaba a mirar hacia ese nuevo relato que no gritaba, sino que proponía vida y sentido.
El punto de inflexión llegó alrededor del 2031. Varias candidaturas locales inspiradas en esta corriente ganaron ayuntamientos por doquier, y allí demostraron que no solo sabían hablar, sino también gestionar con coherencia y transparencia. Educación, vivienda asequible, soporte a familias y economía productiva se convirtieron en su sello. Antes, en 2028 habían presentado una lista cívica a las elecciones catalanas con un buen resultado y en las municipales de 2027 se habían hecho presentes en un conjunto de ayuntamientos seleccionados.
Y así, en una década, lo que había comenzado como una vanguardia cultural dispersa se convirtió en una corriente política y cultural central. ¿El secreto? No competir en el terreno de la crispación, sino abrir un nuevo camino: recuperar las raíces cristianas para regenerar el futuro, no para restaurar el pasado.
Hoy, en 2035, podemos decir que la historia de la vanguardia cristiana no confesional nos recuerda que las transformaciones decisivas no se improvisan: se cuecen lentamente, a fuego cultural, hasta que llegan a ser corriente principal.
Como una vanguardia cristiana no confesional, pasó de minoría clandestina a corriente principal en Europa y España entre 2025 y 2035 Compartir en X