Es público y notorio que, por desgracia, el sistema educativo de Cataluña está en una situación deplorable, a pesar de haber sido –quién lo recuerda– uno de los referentes de la pedagogía de calidad en toda España. Las últimas pruebas PISA han revelado que una comunidad que se autoproclama puntera ocupa los últimos puestos en una sociedad española que, precisamente, no destaca por sus resultados educativos.
Las alarmas han sonado, el gobierno de Salvador Illa convocó una comisión, y todo parece reducirse a la máxima catalana “qui dia passa, any empeny”. Además, el Ejecutivo confía en la memoria de pez del electorado. Sin embargo, los mismos resultados de PISA muestran un dato innegable: los alumnos de las escuelas concertadas cristianas, que operan bajo un ideario católico más o menos marcado, obtienen un rendimiento significativamente superior al de las escuelas públicas.
No debería sorprender. Ya desde la década de los ochenta, los estudios de James Coleman en Estados Unidos sobre la articulación del capital social (de familias y escuelas) con el capital humano de los alumnos, expresado en términos de rendimiento escolar, demostraron un hecho contundente:
Una vez depurados los sesgos relacionados con la renta de los padres, las escuelas confesionales –independientemente de la religión– no solo superaban claramente los resultados de las escuelas públicas, sino que también obtenían mejores datos que las costosas y elitistas escuelas privadas.
La explicación, aunque incómoda para la progresía sociológica, es clara: las familias y escuelas con una confesión religiosa poseen un capital social positivo superior, lo que se traduce en una mayor calidad del capital humano generado. La confesionalidad, lejos de ser un lastre, emerge como una clave del rendimiento escolar. Este fenómeno no es exclusivo del ámbito educativo: el reciente Global Flourishing Study, un macroestudio sobre el florecimiento humano, también señala que la dimensión religiosa contribuye al desarrollo integral de las personas en múltiples aspectos.
Y, sin embargo, en un país como el nuestro, con un sistema educativo en ruinas, donde las escuelas concertadas confesionales representan una excepción virtuosa, la televisión pública, TV3, y el propio Parlament de Catalunya, no encuentran mejor ocupación que arremeter contra un colegio por decidir dedicar dos horas semanales a la asignatura de religión católica, en lugar de una, y por reforzar su ideario confesional. Este es el caso del colegio Mare de Déu del Carme en Terrassa (2025).
En mayo de 2025, este colegio concertado, de ideario católico y gestionado por la orden de los Carmelitas, se vio envuelto en una polémica no buscada.
La decisión de aumentar de una a dos horas semanales la asignatura de religión católica desató las críticas de algunos padres y de partidos políticos como Sumar. Los detractores acusaron al centro de “extremismo religioso” y de imponer un “tamiz religioso” en la educación, argumentando que esta medida atentaba contra la pluralidad y la laicidad.
Este argumento resulta absurdo en un centro cuyo ideario, público y notorio, es explícitamente católico, y es precisamente por este ideario que la mayoría de los padres eligen llevar a sus hijos a este colegio. La libertad de elección de las familias, consagrada en la Constitución, parece ser un concepto difícil de aceptar para ciertos sectores.
Por si fuera poco, el Parlament de Catalunya aprobó una moción impulsada por Sumar que no solo criticaba al colegio por esta medida, sino que también cuestionaba la asignatura de religión en general, exigiendo una supuesta “laicidad” en los centros educativos.
Esta noción de laicidad, en realidad, se traduce en un intento de liquidar el ideario de las escuelas concertadas. Se trata de un ataque frontal a la libertad religiosa y al derecho fundamental de los padres a elegir la educación de sus hijos. La asignatura de religión está protegida por la Constitución Española (artículo 27.3) y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979. Además, el aumento de horas responde a la autonomía del centro para aplicar su ideario, una prerrogativa que no debería ser cuestionada en un Estado de derecho.
Otro caso reciente ilustra esta misma deriva. En Sant Cugat (2025), Sumar lanzó una campaña contra padres de un colegio público que solicitaron la asignatura de religión católica para sus hijos, argumentando que esta demanda iba en contra de la laicidad de la escuela pública. Este ataque no solo ignora el derecho constitucional de los padres a elegir una educación acorde con sus valores, sino que también revela una intolerancia hacia cualquier expresión religiosa en el espacio público. La asignatura de religión, de carácter voluntario, no impone nada a nadie, pero sí garantiza un derecho fundamental. Negarlo es, sencillamente, un acto de autoritarismo disfrazado de progresismo.
La asignatura de religión católica no solo es un derecho, sino que también contribuye a la formación moral y cultural de los alumnos, promoviendo valores como el respeto, la justicia y la solidaridad. Pero más allá de esto, los datos son irrefutables: las escuelas concertadas confesionales obtienen resultados educativos claramente superiores, como demuestran tanto los estudios de Coleman como las pruebas PISA. Además, existe una demanda social real: en las escuelas concertadas, el 89,1% de los alumnos cursaban religión católica en el curso 2022-2023, lo que refleja la preferencia de las familias por este modelo educativo.
Los Comunes, con una fijación incompatible con el Estado de derecho y la democracia, han encontrado compañeros de viaje en ERC, que parece olvidar la deriva histórica que figuras como Francesc Macià en sus inicios, o Heribert Barrera en democracia, supieron evitar.
Por su parte, el PSC contribuye a este juego, ya que su menguada representación parlamentaria depende de estos socios. Y aunque el presidente Salvador Illa no se cansa de hablar –no en declaraciones a los medios, sino en audiencias específicas– sobre las excelencias de la escuela concertada y el refuerzo que esta representa, sus palabras no se traducen en hechos. Como dice el refrán, “una cosa es predicar y otra dar trigo” (en catalán, “una cosa és dir i una altra és fer”).
La escuela concertada representa, ante todo, el ejercicio pleno del derecho de los padres a la educación moral y religiosa de sus hijos. Si un centro considera que debe reforzar su ideario con una asignatura de religión confesional, está en su derecho de hacerlo, y los partidos deberían respetar este principio constitucional.
Sin embargo, persisten sectores relictos de un pasado estatista, impregnados de una mentalidad comunista que sostiene que nada es válido si no proviene del Estado. Estos sectores consideran el concierto educativo como una “graciosa concesión” que les otorga el poder de intervenir como señores feudales de épocas remotas, pero sin asumir los deberes de servicio que aquellos implicaban. No entienden –o no quieren entender– que el concierto es un derecho derivado de la Constitución, no un privilegio que el Estado pueda manipular a su antojo.
Lo más lamentable es que el Parlament de Catalunya, caracterizado desde hace años por su bajo tono y nivel, esté presidido por Josep Rull, de Junts, un partido que no debería alinearse con estas posturas. Rull facilita debates y tomas de posición que son incompatibles con los derechos fundamentales. Si el Parlament se apresura a intervenir cuando se percibe una vulneración, real o supuesta, contra los inmigrantes, debería actuar con la misma diligencia cuando se ataca a la escuela concertada por su perfil católico. La incoherencia es evidente y refleja una preocupante deriva autoritaria.
El papel de Rull en la más alta institución catalana está muy lejos del legado de presidentes como Heribert Barrera (1980-1984), Miquel Coll i Alentorn (1984-1988), Joaquim Xicoy i Bassegoda (1988-1995), Joan Reventós i Carner (1995-1999) y Joan Rigol i Roig (1999-2003), figuras de gran autoridad moral.
La actual presidencia, al igual que el gobierno, se inscribe en la evidente decadencia intelectual y moral de la política catalana, incapaz de respetar los derechos fundamentales y obsesionada con atacar a las escuelas concertadas que, contra todo pronóstico, representan un oasis de excelencia en un sistema educativo en crisis.
El concierto es un derecho derivado de la Constitución, no un privilegio que el Estado pueda manipular a su antojo Compartir en X