Cómo nos engañan con las pensiones

El gobierno, por boca de la ministra de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, Elma Saiz, nos enreda de forma aparatosa con las pensiones, presentándonos un panorama futuro en el que todo está resuelto y no registraremos ninguna merma en nuestras prestaciones futuras. Lo ejemplificaba en la entrevista-masaje de La Vanguardia del pasado 20 de mayo. En realidad detrás de todo lo que dice está el gran engaño que nos ocultan. El gobierno tenía dos vías para ajustar sus pensiones. Una era reducir lo que se paga. Como esto es poco popular optó por otra: Hacernos pagar cada vez más por la cuota. Claro que había una tercera que ni siquiera se ha planteado: pagar el déficit una vez realizados los equilibrios razonables mediante impuestos progresivos.

La vía escogida por el gobierno, hacer pagar más por trabajador contratado, como ya se ha dicho muchas veces es un freno al empleo porque se transforma en un impuesto al puesto de trabajo, y eso en un país que presenta las tasas de paro más altas de Europa es una contradicción. Sin embargo, fue la vía escogida, que también tiene consecuencias sobre los beneficios que recibiremos en el futuro.

De acuerdo con el informe de la Comisión Europea y a partir de 2030, y por tanto ahora mismo, la relación de la pensión que cobraremos con el valor del último sueldo que percibimos cuando nos jubilamos, lo que se conoce por tasa de reemplazo, empeorará cada vez más y si ahora se sitúa en el 76% del último salario, acabará reducida al 71% a partir de 2040 y al 64% a partir de 2060.

También empeorará la conocida como tasa de beneficio, que es la relación entre la pensión que se percibe y el salario medio de la economía. En este caso, la caída será aún mayor y en 2070 será casi la mitad y en 2040 del 69%.

Ambos hechos tienen como consecuencia que la pensión futura de la gente que ahora trabaja será mucho más baja que el salario que cobra y, además, como habrá empeorado en términos muy importantes en relación al salario medio, que es determinante en el poder adquisitivo, éste experimentará, por tanto, una seria reducción entre los que entonces serán jubilados y perderán por partida doble.

La ministra, pese a las dos páginas de entrevista, no dice ni palabra. Todo son maravillas. Es el problema de la política de nuestro tiempo, muy acentuado en el gobierno actual. Cuando en un país no hay una moral compartida que presione su cumplimiento y sólo hay leyes que como tales son relativas, porque un día pueden decir una cosa y otra la contraria (veas la amnistía), los incentivos que mueven a los políticos quedan reducidos a aquellos que les benefician a corto plazo sin importar las consecuencias negativas a largo, y eso es lo que ocurre con el gobierno Sánchez, la ministra Saiz y las pensiones.

Y todavía hay una segunda cuestión que la ministra oculta. Mejor dicho, intenta detener cuando dice «condeno cualquier manifestación que vincule inmigración a efectos negativos«. Porque lo que la ministra esconde es que, como señala el Banco de España, para mantener la actual tasa de dependencia entre activos e inactivos, estrechamente relacionada con el problema de las pensiones, sería necesario que en 2060 la población nacida en el extranjero significara el 57% del total de la población española y fuera prácticamente el doble de la población activa autóctona. Es decir, para que nos mantuviéramos tal y como estamos, que no es una situación buena, habría que producirse un proceso real de sustitución masiva de la población por inmigración.

Naturalmente, esto no acabará de ocurrir así, porque no habrá extranjeros suficientes que quieran venir a España. Sin embargo, la magnitud de las cifras nos dice mucho de lo frágil que es el discurso sobre la estabilidad futura de las pensiones. También nos ayuda a entender esta creciente inmigración el por qué, a pesar de los niveles de altas en la Seguridad Social, son los mayores de toda la historia, el agujero que existe en la Seguridad Social también tiene esa magnitud. Es consecuencia de que el gran flujo inmigratorio que encuentra trabajo, porque no todos lo consiguen, lo hace en actividades de baja productividad y, por tanto, de ingresos muy modestos para la Seguridad Social.

Tratar de estas cuestiones y que la ciudadanía cobre conciencia de la dimensión de los problemas reales sería el deber de una gobernanza ética. No es el caso.

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