Expreso desde el principio el convencimiento de que nos encontramos en un callejón sin salida forjado por nosotros mismos. Evidentemente, con ayuda de otros, pero es nuestra iniciativa la que ha sido decisiva.

Apuntar los principales errores que nos han conducido hasta la situación actual sería motivo suficiente para abrir una intensa reflexión colectiva por parte de nuestras instituciones políticas, de los medios de comunicación, de las instituciones de la sociedad y de eso que llamamos las élites. No lo harán, porque la indigencia espiritual, moral y cognitiva, forma parte del problema que nos toca vivir y va depositando pesadas losas sobre la espalda de las generaciones que nos sucederán, cada vez más migradas en número.

Para redimir los errores es decisivo que nos miremos al espejo de nuestras carencias, en lugar de refugiarnos en los errores y la mala fe de los demás. Es la única forma de mejorar. Pero para ello hace falta coraje.

¿Cómo salir del callejón sin salida?

Primero, condición necesaria, hay que reconocer que estamos en un callejón sin salida, o una espiral descendente, o en un laberinto muy envuelto inalámbrico de Ariadna, como desee. Cumplida la primera condición, entonces hay que abrir la puerta y contemplar el panorama entero, en lugar de querer observarlo con la puerta cerrada y por el agujero de la cerradura, porque en realidad les da miedo descubrir que al otro lado habita el monstruo de  nuestros deseos y pasiones como única norma para vivir, mezclado con el materialismo más chabacano, donde está el huevo de la serpiente de la reacción contra tanta tontería y brutalidad.

Y si contemplamos el panorama entero, surgen otras preguntas. Una vital es ésta: ¿cómo conseguir que quienes quieren hacer un país nuevo con una independencia siempre aplazada y racionalmente imposible tengan conciencia de que este bello proyecto se construye desde ahora ocupándonos de lo que realmente puede abordarse -que es mucho- y que afecta a nuestras vidas cotidianas?

¿Cómo convencer a los demás de que no es necesario que nos protejan de unos “golpistas” separatistas, sino que lo que necesitamos de ellos es que den una respuesta positiva a la evidencia de que dos millones de catalanes quieren huir de España, y ocho de cada diez consideran que Cataluña no recibe un trato digno y justo?

La política, al menos la buena, no es nada de lo que se ha hecho y se está haciendo, porque ella es un bello medio al servicio del bien común y del ejercicio de las virtudes personales, pero hoy en manos de quienes destruyen con sus beligerancias, la prostituyen con su mal uso. Bien común, que significa, recordémoslo, no la satisfacción del grupo más numeroso, ni siquiera de la mayoría, sino la construcción de aquellas condiciones que hacen posible que cada persona, cada familia, se realice en su propio proyecto de vida y que éste redunde en beneficio de la comunidad. Éste es el gran tensor, el horizonte de sentido para hacer buena política, que créanme, sólo será posible si los propios catalanes nos lo proponemos de una vez por todas y recuperamos la vieja condición aristotélica que hace que la democracia funcione: la amistad civil.

Sin embargo, las dificultades no acaban aquí. Incluso si viviéramos un buen momento colectivo, los peligros y retos de la hora presente serían grandiosos. ¿Cómo superar las crisis irresueltas, que se acumulan y entrelazan hasta configurar un asfixiante rizoma crítico? ¿Cómo hacerlo y entonces convertirnos en un país ejemplar por su excelencia?

La respuesta exige tres condiciones

La primera es que realmente queramos alcanzarla. Es una respuesta tautológica. Sólo el propósito de alcanzar la excelencia colectivamente, condición necesaria, nos puede conducir y dar pie a la siguiente cuestión: ¿qué hacer para conseguirlo?

La segunda es acotar el futuro y el mundo que nos rodea e incide sobre nosotros. En Cataluña impera una especie de progresismo que no mira al futuro tal y como se presenta, porque lo hace desde el filtro deformado de la ideología, y no desde la racionalidad de lo que es, porque no les interesa la aproximación a la verdad, sino la confirmación de sus, a priori, dogmatismos ideológicos. Voy a situar un ejemplo. Considero y sé dar razón de la afirmación, que Dios forma parte determinante de la realidad, pero esta convicción no es un impedimento para dialogar, entender y trabajar con quienes ni siquiera se han detenido a plantearse la cuestión, la más importante por sus vidas, o de aquellos otros que niegan en redondo aquella afirmación, y por tanto y para mí, no perciben la realidad entera. Yo puedo entender y trabajar con ellos y buscar puntos de convergencia, pero al mismo tiempo ellos rechazan desde el principio que ponga sobre la mesa mi concepción para buscar puntos de equilibrio. Dios debe ser descartado de entrada. Esto es dogmatismo.

La tercera condición, la formula un filósofo bien conocido y reconocido, Charles Taylor, cuando afirma que ninguna sociedad puede resolver sus problemas sólo con los recursos culturales de su propia época, lo que llama a considerar como necesidad imperativa atender a las fuentes y la tradición cultural de cada comunidad. Ésta es una referencia que los catalanes deberíamos sentir como nuestra, porque, junto a errores flagrantes, disponemos en nuestro pasado de grandes ejemplos de reanudación y éxito que han hecho que superáramos con creces todas las caídas. Pero, en realidad, se hace lo contrario, se proscribe la tradición y se ciegan las fuentes desde los gobiernos, la cultura institucional y, frívolamente, desde las instituciones de la sociedad civil, que lo aceptan de forma mesilla.

Cataluña vive la situación más difícil desde el fin del franquismo. Iré más allá, no tanto como provocación, sino por realismo. Estamos peor que cuando el franquismo, a pesar de las instituciones, presupuestos y derechos, porque entonces la capacidad de dar frutos fue tal que dio pie a lo que Joaquim Triadú calificó de “Siglo de Oro” de la cultura catalana, que abrazaba grande parte de los tiempos de Franco. No porque nos lo pusiera fácil, ¡ay! y lo acredito con mi encarcelamiento y detenciones, sino por el potencial que habitaba en nosotros. Hoy más bien tenemos lo contrario; un decaimiento, una decadencia, un desencanto, una falta de proyecto y de capacidad realizadora.

Constatemos los hechos

El independentismo del Proceso no ha sido capaz de superar la barrera de la lengua y el origen familiar. Pese a que se han constituido entidades a tal fin y se han promocionado personajes, la cosa no ha funcionado, y una gran fisura territorial separa las dos grandes placas tectónicas que expresan la política catalana, destruyendo la idea de un solo pueblo, o si se quiere en otros términos, e pluribus unum.

El sentimiento favorable a la independencia predomina con fuerza en Girona, Lleida, la parte menos densa de Tarragona, la corona no metropolitana de Barcelona y los pueblos pequeños y medianos en general. La otra gran placa, densamente poblada, concentra las poblaciones más industriales, y la configuran las áreas metropolitanas de Tarragona y Barcelona.

La división social generada por estar a favor o en contra del Proceso se traduce en una acusada división del espacio. Ésta es una gran limitación porque demuestra que ninguna de las fuerzas políticas independentistas, a pesar del tiempo y los medios, han logrado superar esta escisión de Catalunya en dos mitades definidas por la lengua y la procedencia familiar. Está por estudiar la división en clases sociales que resulta de todo ello. Sin embargo, si nos atenemos a los datos del Centro de Estudios de Opinión (CEO), que correlacionan la intención de voto con el nivel de ingresos, los dos grupos con mayor renta son, en primer término, los votantes de la CUP, seguidos del PDeCAT, mientras que los de ERC ocupan un sitio intermedio. En la cola, los votantes del PP y del PSC.

De acuerdo con este resultado, podría deducirse que los partidarios de la independencia se sitúan en la banda media-alta de la distribución de los ingresos. Si así fuera, tendríamos otro factor de separación y conflicto potencial.

La división territorial apuntada hace que se haya perdido lo que la Generalitat logró con gran esfuerzo: su legitimación por parte de todos los ciudadanos de Catalunya. Ésta fue una de las grandes preocupaciones de Tarradellas, bien expresada en su apelación inicial en los “Ciutadans de Catalunya!”, -y no a la más histórica de “Catalans!”-, como carta de presentación de su regreso. Y éste fue también el motor de Pujol. “Un solo pueblo”, “Somos seis millones”, eran eslóganes, ideas que remitían el mismo mensaje: las instituciones catalanas son de todos.

Hoy parece olvidado que los inicios de la Generalitat fueron difíciles, muy difíciles, por el rechazo, a veces conflictivo, de muchos barrios, los mismos en los que hoy muestran una mayor oposición al Proceso. Es una lástima que la literatura sobre aquellos duros comienzos sea prácticamente desconocida. Puedo dar fe de ello porque puse en marcha las primeras oficinas de Bienestar Social desde el propio Departamento de la Presidencia y viví directamente la beligerancia con la que eran acogidas en las barriadas populares.

Desde la perspectiva interna catalana, el resultado de todo ello es que toda la fuerza constructiva de la Generalitat se ha perdido. Ha pasado de ser la institución de Catalunya a ser una organización de partido. Y esto tendrá un coste histórico exorbitante. ¿Quién lo paga? ¡Cataluña!

Al mismo tiempo, es necesario situar en la otra cara de la moneda, la incapacidad y la falta de voluntad española para dar una respuesta a la altura del reto. Leyendo y escuchando muchos de los medios de comunicación con origen en Madrid se vuelve a hacer visible aquel famoso “Mapa Político de España ” de 1854, que junto con la España “Uniforme, puramente constitucional ” se delimita otra España, calificada como incorporada o asimilada que configura la antigua corona catalano-aragonesa.

Para demasiada gente de peso de la política española, Cataluña no es exactamente España, como sí lo es -mismo mapa- «la España foral » del País Vasco y Navarra. El Proceso les da la razón y esto no es bueno porque es un retroceso histórico. Podíamos reflejarnos en el excelente modelo, de éxito, de Baviera, o reflexionar con la finezza vasca a la hora de operar la política nacional, pero no ha sido así. Quizás es cierto que, en realidad el sentimentalismo nos domina, y la voluntad de independencia para muchos más que un proyecto nace de la distracción.

Sin embargo, la carencia española significa también la carencia de un proyecto común. Es un déficit obvio desde el esfuerzo e ilusión por incorporarse a la Comunidad Europea, y de eso hace ya más de 30 años. Luego, la política española ha sido incapaz de formular acuerdos ligados a grandes horizontes, como lo manifiestan las trifulcas interminables de los partidos políticos, incompetentes para alcanzar acuerdos en cuestiones tan básicas como puedan ser la educación o la difícil situación del sistema público de pensiones. Hoy los Pactos de la Moncloa serían imposibles.

@jmiroardevol

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