¿Se encuentra el capitalismo en peligro de muerte?

El sistema económico llamado «capitalismo» está más que nunca amenazado y en peligro, al menos en el mundo occidental que es paradójicamente su inventor y promotor.

Tres décadas después de haber infligido una sonada derrota a su archienemigo, la economía socialista, y de convertirse en el único modelo verdaderamente viable, el capitalismo se enfrenta a una doble problemática.

Por un lado, sectores cada vez más amplios de la sociedad le contestan desde abajo. Por otra parte, las grandes empresas y los poderes públicos la erosionan desde dentro y desde arriba, respectivamente.

Antes de entrar en detalles, sin embargo, conviene precisar qué entendemos por «capitalismo». Para algunos, el capitalismo es sencillamente la dictadura del capital, o más bien, de quien tiene mayor capital. Pero el capitalismo puede ser también un sistema económico que repose en un libre mercado protegido por un estado de derecho.

El capitalismo en su primera acepción permitió en buena medida las grandes revoluciones industriales del siglo XIX, pero es a la vez fuente de flagrantes injusticias. Asimismo, su lógica es insostenible porque las grandes acumulaciones de capital acaban abusando de los mercados, tal y como el propio Karl Marx previó.

El capitalismo afinado de la segunda definición es, en cambio, lo que ha logrado mejorar el nivel de vida de miles de millones de personas en todo el mundo, salvo la pobreza en países enteros, ha permitido proezas tecnológicas y erradicado enfermedades endémicas.

La amenaza que cuelga sobre este capitalismo virtuoso es doble: por un lado, amenazan a los que abusan de su posición dominante, pero sobre todo a los que se mantienen pasivos cuando deberían estar haciendo manos y mangas para impedirlo.

Son las instancias de gobierno de derechas y de izquierdas, desde la Comisión Europea hasta los poderes locales, y también las comisiones de comercio como la CNMC española que deberían velar por el respeto de la competencia, los bancos centrales y los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional o la OCDE.

Todas ellas han pecado por omisión al no saber (o querer) ver los graves desequilibrios socioeconómicos que las últimas fases de la globalización han generado: los precios inasumibles de la vivienda (especialmente por los jóvenes en las grandes ciudades), el estancamiento generalizado de los salarios o la incapacidad de regular internacionalmente la fiscalidad son tres de los factores que están contribuyendo a la caída de la clase media en todo el mundo desarrollado.

Por otra parte, «desde abajo», hay muchas personas que se dan cuenta de que la situación actual es insostenible a medio y largo plazo. Las encuestas realizadas en los países occidentales hablan por sí mismas.

En Estados Unidos, el apoyo al socialismo entre la gente joven supera ya a quienes se declaran partidarios de la libre empresa. En la franja de edad entre 18 y 29 años, sólo un 40% de los estadounidenses expresan tener una visión positiva del capitalismo.

En Reino Unido, prácticamente son dos terceras parte de los jóvenes quienes afirman preferir un «sistema socialista». Además, un 40% cree que «el comunismo pudo funcionar si se hubiera ejecutado mejor».

El descontento con el capitalismo «real» del siglo XXI se canaliza, como en el siglo XIX, a través de las críticas de corte marxista. Sin embargo, este año, esta vieja ideología está refrescada por fenómenos de nuestro tiempo.

Uno de los más importantes es el ecologismo radical, que plantea la cuestión como «o capitalismo o clima». Recientemente, esta visión ha ido ganando fuerza hasta el punto de convertirse en mainstream incluso en órganos de gobierno (la Barcelona de Colau es un ejemplo) y organizaciones internacionales como la ONU.

Esta Navidad ha aparecido un libro editado (supuestamente) por la activista sueca Greta Thunberg, titulado «El libro del clima» que ataca al modelo capitalista abiertamente, afirmando por ejemplo que el mundo no puede depender «de la economía de mercado y el capitalismo consumista».

En Alemania, una obra de Ulrike Hermann titulada «El fin del capitalismo» ocupa la primera posición en el ranking de ventas. Hermann se declara partidaria de una economía de guerra parecida a la del Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, esgrimiendo que «apareció una economía planificada que funcionó de forma remarcablemente buena. Las fábricas permanecieron en manos privadas, pero el estado controlaba la producción y organizaba la distribución de los escasos bienes».

Tanto Thunberg como Hermann defienden los postulados del «decrecimiento» como solución a los problemas del siglo XXI.

En cierto modo, es la solución fácil y rápida (a primera vista) al problema del cambio climático, y no debería sorprender, puesto que vivimos en una sociedad del mínimo esfuerzo y de la inmediatez, paradójicamente incentivadas por los mercados, que proponen todo tipo servicios en el mejor de los casos superfluos.

En definitiva, es evidente que el sistema capitalista, tal y como funciona hoy, se ha convertido en profundamente disfuncional y parece encaminarse a su autodestrucción. Sin embargo, su principal alternativa, un decrecimiento económico planificado a partir de un modelo socialista, es todavía peor.

Pero todavía quedan dos opciones. La primera, la más tenebrosa, combinaría las dos tendencias comentadas más arriba: un estado de corte totalitario que introduce mil y una normas intrusivas en nombre del clima y de las ideologías progresistas, al tiempo que un sector privado extremadamente poderoso y organizado en mercados monopolísticos o oligopolísticos. Uno no es en absoluto incompatible con el otro, sino que los dos pueden reforzarse mutuamente como apuntan numerosos indicios.

La última posibilidad pasa por una profunda reforma de los mercados, que resulta imposible sin recuperar la tradición del buen gobierno y los valores fundadores de nuestra civilización.

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