La ciudad de Barcelona, ​​centro neurálgico del área metropolitana, la mayor del Mediterráneo y una de las de mayor dimensión de Europa; la cuarta en población y la octava en PIB, representaba en 2016 el 1,2% del PIB, el 1,3 de la población y el 1,4% de la ocupación de la UE-15. La capital de Cataluña, segunda ciudad en importancia de España, a distancia de la tercera, presenta para un observador externo un aspecto pujante y bullicioso, en gran medida derivado de su éxito turístico, que le comporta a su vez importantes problemas, tantos que también ya se convierte en una amenaza.

Está extendida la idea de que dispone de una economía potente, con clústeres importantes como el sanitario y el de determinadas aplicaciones de las TIC. El hecho de que sea sede del Mobile Word Congress, entre otros eventos de alcance mundial, acentúa esa sensación de pujanza. Es un estereotipo que incorpora componentes reales. Por ejemplo, el artículo «La estructura productiva de Barcelona: evolución y comparación con otras ciudades europeas», publicado por el Banco de España en 2018, analiza la composición sectorial del VAB de Barcelona y su grado de especialización en comparación con otras ciudades europeas. El artículo concluye que Barcelona tiene una estructura productiva diversificada y equilibrada, con mayor presencia de sectores intensivos en conocimiento y servicios avanzados que la media española y europea. Asimismo, también señala algunos retos para mejorar la productividad y la competitividad de la ciudad, como el fomento de la innovación, la formación o la internacionalización. Sin embargo, es evidente que nada señala ningún problema grave, más bien lo contrario.

El impacto del COVID-19 fue mayor que en otras urbes, como señala el estudio de FEDEA de 2020, “El impacto económico del COVID-19 en las ciudades españolas”, que estima que Barcelona sufrió una caída del VAB del 12%, una de las más elevadas entre las ciudades analizadas, pero este hecho no genera ningún motivo especial de preocupación porque es resultado de la mayor exposición al turismo y a los servicios avanzados, sectores muy afectados por las restricciones a la movilidad y actividad. De hecho, el turismo se ha recuperado bastante tres años después del bajón.

Pero este estereotipo tan estimulante de la ciudad también sirve para ocultar la magnitud de su crisis estructural. Esta elusión de los problemas reales está acentuada por unos gobiernos municipales que practican el city marketing  con nulo sentido autocrítico, y una Generalitat incapaz de abordar los problemas de fondo, porque está instalada en el agravio como explicación única de todos los problemas, y en un endemismo psicológico catalán, el satisfecho, aquella actitud de vanidosa e injustificada satisfacción hacia lo que nos es propio.

Los medios de comunicación tampoco se caracterizan por desarrollar un aparato crítico de altura, en parte porque las instituciones profesionales, que en el pasado nutrían de diagnósticos globales sobre nuestra realidad urbana, lo hacen en menor medida.

Un solo ejemplo puede ilustrar la observación precedente:

El Eixample, el núcleo central del AMB, va acumulando grandes huecos de actividad: La prisión Modelo, la Escuela Industrial, a los que se añadirá el de mayor impacto, el traslado del Hospital Clínic. Todos ellos eran o son generadores en una medida variable de actividad exportadora, fundamento de la base económica de una gran ciudad. No cabe pensar que la desaparición de sus funciones en el pasado reciente –futuro en el caso del Clínic- no tengan consecuencias, más si se añade la creciente pérdida de accesibilidad en el distrito central desde la región metropolitana. No conozco ningún estudio sobre las consecuencias de todo ello, aunque la ciudad tiene memoria de los impactos negativos de deslocalizaciones de este tipo, como la del traslado del Mercado Central de frutas y verduras de El Born a Mercabarna y la subsiguiente degradación del barrio de La Ribera.

Barcelona presenta, es evidente, problemas nada menores en seguridad, degradación del espacio público y vivienda, por citar a tres importantes y sentidos por la población, pero que no son radicalmente diferentes a otras capitales europeas. Estas adversidades sí que mueven a atención, al tiempo que, en parte, su condición de mal más o menos generalizado genera un argumento justificativo; un consuelo, si se quiere, porque nos dicen que no estamos solos en este tipo de males, aunque los que son generados por la masificación turística son más graves que en la mayoría de otros casos europeos, con la excepción de Venecia, convertida ya en un parque temático, que literalmente se derrumba.

Sin embargo, la realidad señala que Barcelona presenta unos problemas estructurales, profundos y graves, no sólo en cuanto a la dificultad de las soluciones, sino porque ni siquiera hay conciencia de su existencia.

La ciudad de Barcelona, ​​pese a sus apariencias, está afectada por un complejo problema estructural que nos conduce a una importante regresión económica, social, cultural y lingüística a medio y largo plazo. Sus perfiles son muy evidentes:

  1. Declive económico, que se expresa en su pérdida de peso en relación al contexto español y europeo.
  2. Insuficiente natalidad, que ha provocado desde hace unos años un saldo vegetativo negativo.
  3. Envejecimiento de la población, causado principalmente por la falta de nacimientos más que por el alargamiento de la esperanza de vida.
  4. Proceso acelerado de sustitución de la población autóctona por población inmigrada, en términos de residentes nacidos fuera de España.
  5. Un conjunto de políticas locales, sobre todo y en menor medida autonómicas (en este caso es más apropiado referirse a “no políticas”) que han afectado negativamente a la base económica de la ciudad.
  6. La total ausencia de políticas públicas dirigidas a paliar en todo o parte las causas de los problemas que están destruyendo la capital de Cataluña.

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