Barcelona: la segunda muerte de Ramiro de Maeztu

El nombre de Ramiro de Maeztu es bien conocido. Fue un intelectual reconocido que combinaba las facetas de ensayista, poeta, novelista y crítico literario. Su dominio de la lengua española lo situó como miembro de la RAE con quien compartió mesa y decisiones con personas situadas en sus antípodas políticas. Era, por tanto, un hombre extraordinariamente culto que ha dejado un interesante legado intelectual, no siempre bien acogido. Seguramente porque era un tradicionalista católico, y este hecho tampoco encajaba bien del todo en las filas del mundo más conservador.

Ramiro de Maeztu fue asesinado al inicio de la Guerra Civil. Tenía 62 años. Ramiro de Maeztu no fue por tanto un franquista, entre otras cosas porque ya no vivía en esa época, y sí que fue, por su legado un intelectual, importante.

Ahora el Ayuntamiento de Barcelona quiere liquidar su nombre de la calle situada en los barrios de Horta-Guinardó y Gracia y sustituirlo por el de Ana María Matute. Está muy bien querer honrar a la escritora, pero no debería ser a expensas de otro intelectual, un académico reconocido. En realidad es una manifestación más de la lógica que sigue el gobierno de Ada Colau, la práctica del amigo y enemigo y de la tierra quemada.

Quieren construir, empezando por los nombres de las calles, una ciudad sólo «para unos», excluyente y descalificando a todos los demás. Ahora le ha tocado a Ramiro de Maeztu y sólo en el nomenclátor. Un nombre que fue preservado a lo largo de todos los años de mandato socialista. Culturalmente e intelectualmente, Barcelona es cada vez más pobre porque el Ayuntamiento confunde cultura con ideología y liquida todo lo que no es propiamente suyo. El resultado, salta a la vista, es el sectarismo y la indigencia cultural. A pesar del dinero que se gastan, nunca la ciudad había tenido tan poco atractivo real de vitalidad propia en el ámbito de la producción intelectual. La larga tradición de la capital de Cataluña no está sirviendo de nada. Y tampoco parece tener ninguna significación, excepto para unos pocos, ser sede de tantas universidades.

La política del Ayuntamiento aplica este enfoque de amigo-enemigo en todos los ámbitos. Lo hace con la dinámica cultural y económica cuando pone pegas al museo del Ermitage o a abrir un hotel Four Seasons. Lo hace con los coches creando carriles vacíos para bicicletas y autobuses y amontonando los vehículos privados en un embotellamiento permanente como hacía décadas que la ciudad no vivía, a pesar de que el tráfico está por debajo de la normalidad.

Como apuntaba con acierto la columna de Marius Carol en La Vanguardia, lo que es evidente es que Ada Colau encarna «la decadencia de Barcelona».

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