En poco más de una semana tres personas han muerto en las calles de Barcelona. Todas eran jóvenes y se veían obligadas a vivir sin hogar. Habían recorrido toda la escala descendente hasta quedar en tan difícil situación.
Las dos primeras muertes fueron consecuencia de la ola de frío. Una tenía 37 años y fue encontrada muerta en el acceso de un parking en la Barceloneta, y la segunda tenía 32 años y murió en el parque de la Ciutadella. Ambas previsiblemente de hipotermia. Esto sucedió la semana pasada.
Esta semana ha muerto otra persona en la calle Consell de Cent, exactamente frente al número 105 y fue descubierto su cadáver a las cuatro y media de la tarde cuando un ciudadano, extrañado por la inmovilidad de aquella persona, llamó a la policía.
Son escandalosas estas muertes porque demuestran un hecho, por otra parte bien conocido, como es la dureza de la vida en la calle. Una situación de las más ingratas. Las dos sucesivas crisis han multiplicado a los que se ven desplazados a tan difícil situación. Parece increíble que en pleno siglo XXI y con un ayuntamiento que se jacta de estar al frente de la sensibilidad social y que clama por recibir inmigrantes, sea incapaz de aportar soluciones al millar escaso de personas que malviven en estas condiciones.
El Ayuntamiento de Ada Colau tras más de 5 años de gobierno, continúa haciendo lo de siempre, si bien gastando mucho más dinero: transportar la pobreza más extrema; es decir, moviéndolos de un lado a otro sin aportar ninguna solución. Se produce la paradoja de que los costes de la estructura administrativa que gestionan la pobreza son mucho mayores que el beneficio que reciben los presuntos beneficiarios. El ayuntamiento de Barcelona no tiene una política pensada para estas personas más allá de ofrecerles plazas temporales en albergues, donde muchos no quieren ir, y menos ahora con la Covid-19 porque las condiciones establecidas son incompatibles con sus necesidades.
Por ejemplo, muchos de estos pobres tienen como única compañía un perro. Para ellos es un bien extraordinario, pero no pueden acceder a dormir en una cama con el animal y, por tanto, deberían abandonarlo, lo que evidentemente no hacen. Otros cargan con ellos sus pertenencias, que tampoco les pueden acompañar en estas instalaciones tan migradas, y lo que es más grave, no hay nada pensado a largo plazo para recuperar total o parcialmente a estas personas. Hacen falta más recursos, sí, pero lo que también es necesario es dirigirlos mejor. Menos gastos en gestores de la pobreza y más en la producción de servicios finalistas relacionados con ellos.
Ahora, el Ayuntamiento de Barcelona tiene una oportunidad extraordinaria, gracias a la gran subida de impuestos que ha hecho que le otorga un presupuesto extraordinario. Es cuestión de aplicar una parte de estos recursos, pequeña, pero muy importante, a resolver la tragedia que se vive en las calles de Barcelona. De hecho, la respuesta tampoco es que sea tan difícil. Bastaría dar mucho más apoyo a lo que hacen entidades como Arrels y otras que tienen experiencia y eficacia en los resultados. Pero no, el Ayuntamiento lo que hace una y otra vez es multiplicar su burocracia, en este caso perfectamente ineficaz, para también multiplicar su poder en lugar de buscar la solución del problema.
Es el camino de la burocracia «inocente e irresponsable» que en una fecha tan lejana como 1980 denunciaba Vaclav Belohrabsky en su libro «La vida como problema político «. La administración acaba creando estructuras burocráticas que autoalimentan, que no acaban de ser nunca responsables de nada, que reducen las personas a una cifra y que tienen como resultado final, y este es su éxito, cronificar los problemas. Esto es lo que ocurre en el caso de la pobreza en la calle de la ciudad de Barcelona.