Los inquietantes efectos de la Inteligencia Artificial en la esperanza de vida

Hace unas semanas recogíamos la conversación entre Xi Jinping y Vladímir Putin a propósito de que ya en este siglo habrá personas que van a vivir hasta los 150 años.

Una de las tecnologías en las que los expertos y divulgadores tienen más esperanzas depositadas para conseguirlo es la inteligencia artificial (IA) aplicada al campo de la medicina.

El año pasado el Premio Nobel de Química fue a manos de dos investigadores de Google DeepMind, Sir Demis Hassabis y John Jumper, por su trabajo pionero en la predicción de la estructura de proteínas basado en el programa de IA AlphaFold. Este promete acelerar intensamente el desarrollo de fármacos, y se está ya empleando para combatir cánceres y otras enfermedades.

Otros gigantes de la IA, entre ellos el líder del sector OpenAI, se han lanzado igualmente a la carrera de la medicina. Ante los logros iniciales, el optimismo de algunos es tal que ya se habla de ganancias de longevidad notables gracias a la inteligencia artificial.

Sin embargo, el periodista especializado en análisis de datos del Financial Times John Burn-Murdoch se hace una pregunta inquietante: ¿estamos subestimando los riesgos de que la IA no genere tan solo una presión hacia el alza de la esperanza de vida, sino también hacia la baja?

Los temores de Burn-Murdoch vienen fundamentados por su investigación en torno al incremento de la mortalidad de personas jóvenes y de mediana edad en las últimas décadas, especialmente importante en países anglosajones como Estados Unidos, Canadá y Reino Unido. Este fenómeno es de hecho suficiente en algunos sitios para contrarrestar el incremento de la esperanza de vida entre las personas de edad más avanzada.

Generalmente, se ha caracterizado la elevada mortalidad de personas jóvenes y de mediana edad como “muertes de desesperación”: la pérdida prematura de la vida causada directamente por suicidio, consumo de drogas o abuso del alcohol, y que afecta a personas (sobre todo, hombres) en situaciones de angustia profunda y persistente.

La cuestión es que las personas que entran en estas situaciones no llegan simplemente por la disponibilidad de drogas como el fentanilo, sino porque han atravesado largos períodos de paro y de aislamiento social.

El cóctel explosivo, según Burn-Murdoch, resulta de la combinación de dificultades económicas y pérdida de vínculos sociales y afectivos. Y es en este punto cuando vuelve a aparecer la inteligencia artificial.

Si, como se nos dice e insiste, el auge de la IA en el mundo laboral provocará la pérdida a gran escala de empleo, se hará un mal terrible en la primera generación que resulte afectada.

Como el periodista afirma, es el paro involuntario (mucho más que las dificultades financieras en sí) el principal causante del mal. Y una nota muy importante: incluso una renta básica universal sustancial no parece suficiente para sustituir el sentido de deber, el compañerismo y el contacto social que el trabajo puede proporcionar. Sobre todo a los varones.

Pasar más tiempo interactuando con modelos de lenguaje de IA, y menos con otros seres humanos, es una forma segura de empeorar el fenómeno del aislamiento.

Como recogíamos recientemente, las redes sociales se están deshaciendo de su propósito inicial (establecer, reforzar o mantener vínculos con otras personas), sustituyéndolo por un pasatiempo eterno basado no ya solo en recomendaciones retroalimentadas, sino en contenidos que ellos mismos generan por motores de IA.

El inquietante resultado de todo ello sería un impacto de la IA en la salud diametralmente opuesto según el grado de inserción social: por un lado, una medicina extraordinariamente mejorada para aquellos que logran llegar a la tercera edad, y por otra una vulnerabilidad igualmente extrema para los jóvenes y personas de mediana edad en situaciones de precariedad laboral.

¿Estamos subestimando los riesgos de que la IA no genere tan solo una presión hacia el alza de la esperanza de vida, sino también hacia la baja? Compartir en X

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