El 30 de marzo de 2025, TV3 decidió convertir la muerte en espectáculo. El programa “30 minuts” emitió La bona mort, un reportaje que, lejos de ser un ejercicio informativo, se reveló como una operación de ingeniería moral.
Con una escenografía pulida y una narrativa dulce, se vistió la eutanasia de virtud y se presentó la muerte provocada como si fuera la cima de la libertad humana. La televisión pública, pagada por todos, se puso al servicio de una ideología que banaliza la vida y glorifica la eliminación del débil.
No había debate, ni matices, ni alternativas. Todo el reportaje giraba en torno a una única tesis: la muerte voluntaria es buena, deseable, incluso emancipadora. La eutanasia era presentada como una solución civilizada, moderna e inevitable. ¿Los cuidados paliativos? Ignorados. ¿Las familias que quieren acompañar hasta el final con ternura y apoyo? Invisibilizadas. ¿La voz de quienes piensan diferente? Amordazada. Es lo que la Corriente Social Cristiana ha denunciado con contundencia: TV3 vulneró su deber legal y ético de pluralidad.
La cultura de la muerte necesita altavoces, y en Cataluña, la ha encontrado en la televisión pública. No se trata de casos individuales ni de derechos subjetivos: estamos ante una operación cultural que transforma el sentido común. Se trata de fabricar una nueva sensibilidad: una donde la vida frágil molesta, atasca la maquinaria del éxito. ¿La solución? Pues eliminarlo, con elegancia, con luz tibia y una música suave de fondo.
Pero cuando un estado ofrece la muerte como respuesta, es que ha renunciado a todo. Ha renunciado a pensar la vida como don, como misterio, como deber compartido. Ha abdicado del acompañamiento, de la solidaridad, de la responsabilidad colectiva. Ha decidido que la libertad consiste en abandonar al débil cuando más te necesita. Esta es la verdadera tragedia.
La tradición occidental, de Sócrates a MacIntyre, pasando por Kant y el cristianismo, ha sostenido que la dignidad no se fundamenta en la funcionalidad ni en la utilidad. Una sociedad justa es la que protege al que no puede protegerse, no la que le invita a desaparecer. Filósofos contemporáneos como Raz o Gilligan han alertado de que una cultura que normaliza la muerte asistida como opción razonable abre la puerta a la presión social, a la culpabilidad inducida, a la pérdida de autonomía real.
Lo que TV3 ha hecho es grave: ha roto un tabú que protegía a los más frágiles. Ofreció la muerte como servicio sanitario. Ha normalizado la excepcionalidad. Y lo ha hecho sin debate, sin contraste, sin vergüenza. Ha entregado el micrófono a una sola voz y ha silenciado al resto. Ha roto su función como servicio público y ha actuado como aparato ideológico.
La Declaración de la Corriente Social Cristiana ha respondido con el rigor que merece la indignación. No se trata de censurar, sino reclamar justicia. No se trata de imponer una visión, sino de garantizar que todas estén ahí. Porque cuando la muerte se convierte en opción normalizada, el siguiente paso es la expectativa social: que te mueras por no molestar. Y esto es una amenaza directa a la libertad auténtica.
Es necesario que el Parlamento investigue. Es necesario que el Síndic de Greuges actúe. Es necesario que la sociedad se despierte. Porque lo que está en juego no es un debate sanitario, sino el fundamento ético de nuestra convivencia. Las sociedades se miden por cómo tratan a sus miembros más débiles. Y si el mensaje es que mejor que desaparezcan, quizás ya no merecemos llamarnos civilizados.
Aún hay tiempo por reaccionar. Para recordar que la vida no se administra ni calcula. Que la libertad también es el derecho a ser amado hasta el último suspiro. Que morir acompañado es mejor que morir temprano. Y que la televisión pública, si quiere ser digna de su nombre, debe dejar de jugar con la muerte como un formato televisivo.
Lo que TV3 ha hecho es grave: ha roto un tabú que protegía a los más frágiles. Ofreció la muerte como servicio sanitario. Ha normalizado la excepcionalidad. Y lo ha hecho sin debate, sin contraste, sin vergüenza Compartir en X