Las instituciones internacionales vivieron una época dorada con el fin de la Guerra Fría, cuando numerosas organizaciones que estaban vinculadas con Occidente obtuvieron un alcance verdaderamente global.
Otros, como Naciones Unidas, lograron salir de situaciones de bloqueo al que los vetos de las superpotencias las habían relegado durante décadas. Los años 90 fueron por ejemplo de intensa actividad en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Sin embargo, este período de gloria parece cada vez más propio del pasado a medida que las divisiones económicas y geopolíticas vuelven a manifestarse con intensidad.
El caso de la Organización Mundial del Comercio (OMC) es especialmente representativo.
En su forma actual, esta institución se fundó en 1994 en Marrakech. En plena posguerra Fría, la OMC aparecía como un símbolo del capitalismo triunfante y de su nuevo alcance planetario.
Sin embargo, la semilla de la nueva entidad se remonta al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, acrónimo de General Agreement on Tariffs and Trade ), promovido por la ONU en 1947 y que contó con 23 países firmantes con el objetivo de regular y reducir las barreras al comercio internacional. En 1994, después de varias rondas de negociaciones para expandir sus reglas, contaba con 128 miembros.
La participación en la OMC se basa en principios muy representativos de la esencia de una organización internacional: comercio sin discriminación, reciprocidad y reducción de los aranceles y barreras comerciales. De hecho, su piedra angular es el principio de no discriminación sobre la base de la “cláusula de la nación más favorecida”, que estipula que los beneficios que un miembro concede a otro deben aplicarse también a los demás.
Dicho de otra forma, el éxito de la OMC depende de que sus miembros actúen de honda fe (bona fides) hacia sus principios básicos.
Exactamente, lo contrario de lo que ha estado haciendo China desde su entrada en la OMC en el 2001, entonces con patrocinio estadounidense.
De hecho, el año pasado la misma organización declaró que existía una “falta de transparencia general” en las subvenciones del gobierno chino hacia su industria.
Pekín también ha impuesto relaciones comerciales desequilibradas, forzando por ejemplo a las empresas extranjeras a unirse con socios chinos y obligándoles a efectuar transferencias de tecnología para concluir acuerdos. Además, ha desvirtuado la competencia leal mediante la promoción de empresas controladas o participadas por el gobierno chino, que se han convertido en omnipresentes en China y un símbolo de su capitalismo estatal.
Durante el último cuarto de siglo, China se ha estado astutamente sirviendo de su pertenencia a la OMC para expandir su influencia internacional tras una fachada de participación activa en la vida de la institución.
Ahora, numerosos expertos señalan que la OMC se ha convertido en cautiva de la situación y que es necesario refundarla desde cero.
La debilidad del secretariado de la OMC a la hora de señalar la hipocresía china es parte esencial del problema. Una situación que encontramos repetida en otras instituciones, como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y su inexplicable benevolencia hacia China durante la pandemia de Covid-19.
Era pues cuestión de tiempo que Estados Unidos se sublevara con Donald Trump contra el tratamiento asimétrico que reciben en instancias internacionales como la OMC o la OMS.
El multilateralismo sólo es posible si se cumple la condición de la bona fides , lo que ha tradicionalmente brillado por su ausencia en el escenario internacional. Los últimos treinta años han sido una excepción histórica.
