El feminismo ha logrado algo decisivo para cualquier proyecto ideológico: convertirse en el eje de la política gubernamental y en un componente fundamental de la doctrina del Estado. Específicamente, hablamos del feminismo de género, aquel que identifica al hombre, sin matices, como un peligro para la mujer y como el responsable estructural de todas las violencias que ésta sufre.
Hoy, este enfoque, que figura en el preámbulo de la Ley de Prevención de la Violencia de Género, aprobada en 2004 durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, justifica que un hombre pueda ser condenado a una pena mucho más severa que una mujer por el mismo hecho. Mientras que en el caso de una mujer podría tratarse como simple delito de faltas, el mismo acto cometido por un hombre se traduce en una pena de prisión. Hoy, los españoles no son iguales ante la ley, pero esto ha sido asumido como doctrina de Estado y se considera plenamente constitucional, al menos hasta que una nueva y eventual ley lo modifique.
Desde 2004, se ha ido desarrollando una política para combatir la llamada “violencia de género”, atribuida a una estructura supuestamente existente en la sociedad: el patriarcado. A esta causa se han destinado recursos económicos extraordinarios, sin parangón en ningún otro ámbito delictivo. Se han creado juzgados y fiscalías especializadas, divisiones policiales ad hoc, medidas de prevención y vigilancia, así como un constante endurecimiento de las penas aplicables a los varones.
Además, se han promovido programas de adoctrinamiento en las aulas, prescindiendo del derecho de los padres a tener la última palabra cuando la educación toca el terreno de las concepciones morales, como es el caso. Se han alcanzado pactos de Estado, siendo éste el único ámbito en el que éstos se han reiterado, incluso en el contexto actual de polarización y conflicto entre el gobierno y el Partido Popular. Esta materia parece ser la única en la que ambas partes pueden llegar a un acuerdo.
Esta abrumadora prioridad en recursos, atención política y mediática contrasta con dos realidades. La primera es la poca relevancia que alcanza este tipo de violencia en los observatorios trimestrales del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), donde habitualmente la violencia de género se sitúa entre el 1% y el 2% de las respuestas a la pregunta sobre los principales problemas del país. Cuando sube algo más, suele ser porque el período de encuesta ha coincidido con algún hecho especialmente relevante en este tema, amplificado por políticos y medios de comunicación.
Éste es un caso de manual sobre cómo la prioridad política y mediática difiere radicalmente de la prioridad que le otorga la población. Es la expresión clara de cómo una élite ideológica, en este caso el feminismo de género, logra imponer su agenda de forma abrumadora.
El otro hecho es aún más trágico: el rotundo fracaso de todas las políticas implementadas durante los últimos 20 años para erradicar la violencia sexual contra la mujer, una lacra brutal en nuestra sociedad que tiene en las menores su expresión más grave. La violencia contra la mujer, considerada de forma global, ha crecido en unos términos que obligan a replantear desde la raíz todo lo que se ha hecho hasta ahora. Las cifras lo confirman:
Según los informes anuales del Ministerio del Interior sobre delitos contra la libertad sexual, en 2012 se registraron 9.008 casos, cifra que en 2017 ya había aumentado a 11.692. Sin embargo, en el 2023 se alcanzó la cifra escandalosa de 21.825 casos, sin que nadie alzara la voz. Esto implica un crecimiento proporcional: tomando en 2012 como base 100, el índice asciende a 130 en 2017 y alcanza los 242 en 2023.
En términos de crecimiento anual, esto representa un aumento del 8,37%, lo que implica que, matemáticamente, la cifra se duplicaría cada 8 años y medio. Obviamente, este ritmo no puede mantenerse indefinidamente, pero esto no resta gravedad en la situación ni en la evolución seguida, que es la mejor evidencia, no sólo de la ineficacia de las políticas aplicadas, sino de sus efectos contraproducentes.
Si nos centramos en un tipo de delito específico, el más grave: la agresión con penetración. En 2012 se registraron 1.831 casos, mientras que en 2017 la cifra ascendió a 2.113. Aunque este incremento no fue extraordinario, en 2023 los datos reflejan un aumento espectacular hasta los 4.890 casos, lo que supone un 267% más que en 2012.
En otras palabras, la violencia sexual ha crecido de forma extraordinaria, pero sus manifestaciones más violentas y brutales lo han hecho aún más.