Es una evidencia: el independentismo está en declive. Este declive no comienza ahora, con la pérdida de la mayoría absoluta en el Parlamento, sino que se remonta al momento en que el independentismo se derrotó a sí mismo, proclamando la independencia para después retirarla casi de inmediato. Este acto fue históricamente ridículo y evidenció un temor exacerbado ante las propias fuerzas. En una escala de menor significación, Puigdemont hizo lo mismo con su llegada y fuga instantánea.
Al actuar de esa manera, el independentismo perdió las cimas sociales, políticas y electorales que había alcanzado, algo histórico nunca visto en Cataluña. Movilizaba a cientos de miles de personas y tenía un capital electoral de millones de votos. En realidad, la caída se produjo porque el independentismo catalán no quiso hacer su Maidán (la plaza mítica de Kiev donde la oposición derrotó al gobierno ucraniano proruso). Ante su acto en el Parlament, Puigdemont y Junqueras quedaron atemorizados por su osadía. Había un escenario alternativo: proclamar la independencia, mantenerla y dar lugar a una resistencia cívica.
Un escenario alternativo
Podemos incluso escenificarlo: el presidente, el gobierno y los diputados salen en manifestación del Parlamento, acompañados por miles de personas. Desde el Palacio de la Ciutadella y el paseo de Sant Joan, se dirigen hacia el Palacio de la Generalitat, donde el gobierno y una representación de los grupos parlamentarios se cierran, con provisiones preparadas para hacer frente a un largo asedio. Por su parte, TV3 y Catalunya Ràdio transmiten en directo, con una programación extraordinaria de 24 horas. En la plaza de Sant Jaume, 4.000 personas organizadas se turnan cada 24 horas para mantener rodeado el Palau; se ocupa el Ayuntamiento y las calles inmediatas. Habría sido imposible para la policía entrar sin un desmedido ejercicio de violencia, ante los ojos de las televisiones y fotógrafos de todo el mundo. El objetivo era que el gobierno español aceptara negociar el acuerdo del Parlamento. Podían hacerlo, pero no quisieron. A partir de ese momento, el independentismo se acabó.
El resurgimiento artificial
La aplicación del artículo 155 por parte de Rajoy, y sobre todo la forma disciplinada como funcionarios y cargos políticos acogieron su aplicación, convirtió un teórico conflicto en una balsa de aceite, certificando que el independentismo era un cadáver. No hacía falta hacer otra cosa que continuar y poco a poco se iría deshinchando, como así ha sido.
Pero, vamos, llegó Sánchez, y se vio que los necesitaba para mantenerse en el gobierno. De este modo, reavivó artificialmente un movimiento derrotado, y se entró en un juego de engaños mutuos. Sánchez, en ocasiones, se avenía en cuestiones importantes, como la amnistía; en otros, sencillamente los enredaba, y ERC, en mucha menor medida Junts, hacía ver que se lo creía. Así nació la famosa mesa de diálogo o negociación, con contrapartidas que, fuera de la exculpación penal de los afectados, han tenido poca traducción práctica hasta ahora.
La crisis de identidad de los partidos independentistas
Asimismo, al PP le interesa inflar el globo del peligro independentista, pese a que el problema de España no sea éste, sino la pérdida de toda capacidad operativa y la falta de interés por recuperarla. El problema de España es que Sánchez transformará todo lo que sea necesario en el Estado para continuar en el poder. El acuerdo entre ERC y los socialistas para que fuera presidente Illa es la última muestra, una disponibilidad que, aunque no significa que se traduzca después en lo comprometido, sí sirve para descabellar las instituciones del Estado y crear una desconfianza brutal en los políticos y sus acuerdos.
En este contexto, los dos partidos independentistas (la CUP es marginal y Aliança Catalana es más una idea que una realidad) están en crisis de identidad, que es lo peor que le puede pasar a un partido porque significa que no tiene claro qué quiere ser y, por tanto, qué debe hacer. Ambos tienen un polo de atracción, más o menos fuerte, hacia continuar con el discurso independentista, que no saben bien cómo traducir en hechos, entre otras razones porque sus dirigentes actuales sigan siendo los mismos que tuvieron miedo y, a además, están políticamente chamuscados.
Pero, a su vez, ambos partidos tienen otro polo de atracción: para ERC es el de ser de izquierdas y republicanos en España, una tendencia histórica que siempre han tenido y que en las condiciones actuales los convierte en masoveros de Sánchez, porque el temor a que gobierne el PP bloquea todo acto de insumisión política.
Junts, por su parte, y una parte no pequeña del partido, siguen soñando en recuperar Convergència Democràtica, que significa negociar con el gobierno español, obtener cosas concretas y beneficiarse electoralmente. Es también otro autoengaño. Si pasan cuentas de los resultados concretos que han obtenido en beneficio del país desde que gobierna Sánchez, se darán cuenta de que el balance es muy pobre.
¿Resolverán los congresos del otoño estos problemas? Tal y como está planteado, con los de siempre y los pensamientos de siempre, resulta imposible. Share on X