Según el doctor Jaume Vicens i Vives, cada pueblo tiene un “móvil primario” que es el que motiva y orienta sus acciones en último término. Por supuesto es una simplificación, pero resulta interesante y útil.
En Cataluña este «resort psicológico colectivo» sería, famosamente, la voluntad de ser, el «éramos, somos y seremos», tan paradójicamente arrinconado hoy en día. El propio Vicens y Vives consideraba que en Castilla la mística jugaba el mismo papel. En Francia, la razón. En Alemania, la metafísica. ¿Y en Rusia?
Un nuevo libro de Sergey Radchenko, To Run The World , apunta que la motivación íntima de Rusia es el poder, e íntimamente vinculado con éste, el respeto o temor que el poderoso infunde a los demás.
La obra de este académico británico nacido en la extinguida Unión Soviética se centra específicamente en el período de la Guerra Fría. Mantiene una tesis sugestiva: lo que movió la Rusia soviética a lo largo de su conflicto con Estados Unidos fue la búsqueda del poder.
Como el propio Radchenko afirma, «el marxismo-leninismo no nos lleva demasiado lejos para entender el comportamiento soviético». Según el autor, esta ideología no permite explicar las numerosas inconsistencias en las ambiciones y el comportamiento de Moscú, permanentemente obsesionado con su estatus internacional.
Según Radchenko, la política intervencionista soviética en países tan lejanos como Cuba, Portugal, Angola, Afganistán o Vietnam se explica más por situarse en el mismo rango que Estados Unidos (conocido históricamente por intervenciones similares) que un deseo de llevar el marxismo-leninismo en todo el mundo.
De hecho, cuando la Unión Soviética alcanzó la cima de su poder a lo largo de la década de los años 60 del siglo pasado y alcanzó el respeto internacional que pensaba merecer, siguieron quince años de paz relativa (la détente, en inglés) que posibilitaron la cooperación con Estados Unidos antes de que el Kremlin volviera a sentirse amenazado.
Paradójicamente, esta observación es similar a la explicación que se da al comportamiento agresor de la Rusia actual de Vladimir Putin desde posiciones cercanas, o al menos comprensivas. Según estas, Moscú actúa así ante Occidente y sus aliados como Ucrania porque busca respeto y reconocimiento como gran potencia.
Ciertamente, Rusia se sintió humillada tras el colapso interno de la URSS, atravesando una década negra durante la recta final del siglo XX. Sin entrar a debatir sus métodos a menudo violentos, la obra de Vladimir Putin desde que llegó a la presidencia en 2000 se ha centrado en recuperar el orgullo ruso. Una actitud no necesariamente soviética (y, por tanto, ideológica), como algunos insisten, sino simplemente, rusa.
Una identidad anclada en la conquista
Poder y reconocimiento son dos caras de la misma moneda. Su síntesis sería el imperio, colmo de la conquista y el honor. Volviendo a la idea de Vicens y Vives, se podría decir que el resorte psicológico colectivo ruso es la búsqueda del imperio.
Desde bien antes de la revolución de 1917, Rusia se había definido por la conquista. No en vano, el origen etimológico del término zar es el primer césar romano, padre del imperio.
En el siglo XV, la boda entre la princesa bizantina Sofía Paleóloga, sobrina del último emperador de Bizancio, e Iván III de Moscovia, contribuyó a dar a Rusia una misión trascendental de salvaguarda de la fe cristiana. Moscú se convertía, después de Constantinopla, en la tercera Roma.
Por su parte, la expansión territorial se remonta a los mismos orígenes de Rusia en la Edad Media, configurada por la resistencia a sucesivas oleadas de invasores de las estepas y pueblos islámicos. En la inmensa llanura que va hasta los Urales, la toma de territorio se convertía en una medida defensiva porque alejaba al enemigo de los principales núcleos de población.
El empuje hacia el este no se detuvo con la desaparición de esos peligros que existían en el pasado, existenciales para el estado, sino que las conquistas rusas prosiguieron, imparables, hasta cruzar el estrecho de Bering y penetrar en el continente americano en el siglo XVIII. Entonces, la búsqueda del imperio ya se había fundido con el alma rusa.