Cuando se considera que Cataluña se fundamenta en su sociedad civil, se está definiendo al mismo tiempo un modelo de sociedad preciso. Históricamente, hasta prácticamente ahora mismo, y aún hoy de forma mayoritaria, la sociedad civil catalana está configurada por tres tipos de instituciones que se estructuran en tres capas (primaria, secundaria y terciaria), por razón de su capacidad generadora de sociedad, interaccionadas entre sí, al nivel de cada capa, y transversalmente entre las tres. Esta compleja estructura, similar a una molécula, tiene unos nódulos, unos nudos que articulan la red. El fundador de todos ellos corresponde a la primera capa generadora y es el matrimonio.
Estas instituciones son insustituibles, específicamente las primarias y secundarias, porque las funciones que realizan no pueden ser ejercidas plenamente por otras. Puede haber formas diferentes del matrimonio, pero él debe configurar la gran mayoría si se quiere que cumpla su función.
Algunas familias pueden decidir enseñar a sus hijos en casa, pero la mayoría llevan a sus hijos a la escuela, porque sin un determinado grado de instrucción colectiva la socialización resulta imposible. Esta insustituibilidad, que ya no se da o no lo hace con la misma intensidad en las instituciones terciarias, es la que determina su valor social.
Desde el punto de vista de la estructura social, es un absurdo proclamar que los partidos políticos, que pertenecen a las instituciones terciarias, o los sindicatos, son insustituibles y al mismo tiempo considerar que el matrimonio sí es prescindible, cuando su insustituibilidad histórica y empírica es mucho más evidente. Hay sociedades civiles sin partidos ni sindicatos, pero no sin matrimonios, descendencia y parentesco. Sólo la destrucción de la racionalidad que comporta la ideología de género ha permitido propagar ideas tan raras. Las instituciones primarias son las generadoras iniciales de capital social y humano, de ahí su importancia vital. Los otros dos tipos restantes de instituciones sociales pueden amplificar y mejorar ese efecto, o contrariarlo, pero si el matrimonio y las demás instituciones de su mismo rango no cumple su papel, los niveles secundario y terciario no pueden suplirlos.
Los científicos sociales lo llaman la “secuenciano del éxito”. Las investigaciones muestran claramente que en tres pasos: (1) obtener al menos un título de escuela secundaria, (2) trabajar a tiempo completo a los 20 años y (3) casarse antes de tener hijos, aumenta drásticamente sus probabilidades de llegar a la clase media o superior y minimiza las posibilidades de que sus hijos crezcan en la pobreza.
Las instituciones insustituibles socialmente valiosas del primer nivel y que responden a una lógica antropológica, tienen efectos poderosos hasta el extremo de incidir decisivamente en el modelo económico y asegurar un buen funcionamiento. La pieza fundadora, el matrimonio, puede cumplir su función social en la medida en que sea estable, genere descendencia y posea la capacidad para educarla.
Su estabilidad se mide en relación con un óptimo, el período de vida de los cónyuges; esto es, la posibilidad de practicar la atención mutua y el acompañamiento básico para las condiciones de vida en edades avanzadas. La descendencia debe garantizar tanto la tasa de sustitución demográfica, como el número de personas futuras en edad de trabajar en relación con el envejecimiento de la población. Por tanto, nos situamos entre 2,1 hijos por mujer en edad fértil y una cifra algo superior, dado el crecimiento de la esperanza de vida. Son magnitudes muy alejadas de la situación actual, en torno a 1,3 y que el efecto inmigratorio no hará variar substancialmente. En realidad, si no fuera por dos minorías, la inmigratoria y la católica practicante, la natalidad sería pavorosa, puesto que no superaría la cifra de hijo por mujer.
Los resultados de esta función matrimonial pueden concretarse:
La familia ligada al hogar, el parentesco, la estirpe, tienen un valor primordial en el origen y formación del especificidad catalana, lo que junto con la lengua le confiere una cultura específica, en el sentido de concepción compartida de la sociedad , del mundo y la persona. Es decir, lo que nos confiere sentido de nación. Muchos de nuestros historiadores otorgan a la unidad familiar y también a su articulación en el espacio -el parentesco- y en el tiempo -la estirpe-, un carácter decisivo en la formación y sobre todo mantenimiento de la comunidad catalana, en especial en los períodos más adversos de su historia. Basta con recordar la importancia estratégica de los herederos, y en el desarrollo endógeno catalán, la protección de la unidad de las tierras, que da lugar a un desarrollo desigual en relación con Castilla la Vieja y Galicia, donde la propiedad se fragmenta. Una desigualdad, por otra parte, universal, dado que un fenómeno parecido en el impulso económico puede encontrarse en Japón, que mantendría una concepción cercana a la catalana, y China donde tuvo más peso históricamente la distribución de las tierras entre los hijos.
Cataluña es una sociedad hecha por dos grandes impulsos, el primero y de más largo vuelo, medieval, el segundo burgués. En ambos son la causa determinante aquellas instituciones insustituibles socialmente valiosas. Ellas construyen el sistema catalán. Un sistema dotado de una fuerte articulación social generadora de capital social, que perfecciona el capital humano, con su correspondiente resultante económica (el crecimiento económico diferenciado del español), jurídica (el derecho civil catalán) y cultural (el catalanismo, que se define a finales del siglo XIX y se configura a inicios del siglo XX, y del que se ha vivido de renta -digámoslo así- hasta su agotamiento en la segunda década del mandato de Jordi Pujol (1980-2004).