Hacia un nuevo relanzamiento del proceso de integración europea

El proceso de integración europea por la vía comunitaria (Comunidades Europeas, hoy Unión Europea) se inició en 1951 con la creación de la primera Comunidad Europea, la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero).

La estrategia del proceso quedó definida en la famosa Declaración Schuman del 11 de mayo de 1950, que propuso la creación de la CECA. Lleva el nombre de Robert Schuman, entonces ministro francés de Asuntos Exteriores. Pronunció su Declaración en el Quai d’Orsay de París, sede del Ministerio francés de asuntos exteriores, cinco años después de finalizar la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo proyecto integrador nacía, como nueva Ave Fénix, de las cenizas de un continente destruido por la guerra. Citas importantes de aquel documento son las siguientes:

  • “La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan.
  • “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen primero una solidaridad de hecho.
  • “La Puesta en común de las producciones de carbón y de acero (…) cambiará el destino de aquellas regiones que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas.
  • Hay que hacer la guerra entre europeos “no sólo impensable, sino materialmente imposible».
  • “La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania “.

El principal inspirador ideológico de la estrategia comunitaria de integración europea fué el francés Jean Monnet, según el cual la integración europea consistía en:

“Unir no a Estados sino a personas“ y su objetivo final era la paz. Propuso comenzar el proceso por la integración económica, es decir, lo que él denominaba “solidaridad de hecho“. Avisó desde el principio que Europa se iría haciendo “a golpes de crisis y que sería la suma de las soluciones dadas a cada una de las crisis“.  Pensaba que a la CECA seguirían otras Comunidades Europeas, de manera progresiva y pragmática o “funcionalista“, hasta llegar a la unión política federal. Cada Comunidad sería un ejemplo de “realización concreta“.

A partir de 1951, la evolución de la estrategia del proceso de integración europea por la vía comunitaria conocería altos y bajos, es decir, períodos alternativos de eurooptimismo y europesimismo, generalmente acompañados, respectivamente, de expansión y de contracción económicas.

En 1954 fracasaron dos nuevos proyectos comunitarios de integración: La Comunidad Política Europea (CPE) y la Comunidad Europea de Defensa (CED). Este fracaso motivó la primera gran crisis de la estrategia, que se resolvió a través de un primer relanzamiento europeo (la famosa relance européenne de la época), que condujo en 1957 a la creación de otras dos Comunidades: la CEE (Comunidad Económica Europea) y EURATOM (Comunidad Europea de la Energía Atómica).

Después de 1973 (primera ampliación y crisis del petróleo) llegó otro período de europesimismo que volvió a superarse con un segundo relanzamiento europeo que se concretó con la creación en 1992 del Mercado Interior Único, a partir de la adopción del Acta Única Europa (AUE) (1986) que supuso la primera modificación de los tres Tratados fundacionales (CECA, CEE, EURATOM).

El último período de eurooptimismo de la UE ha transcurrido en los años del cambio de siglo, concretamente entre 1995 y 2005

Basado sobre grandes proyectos y realizaciones tales como la creación del euro (1999), el proyecto de Tratado constitucional europeo, el inicio de las ampliaciones hacia los países del este (2004) y la adopción de la Agenda de Lisboa (2000-2010) sobre aspectos económico-sociales.  Este último período eurooptimista terminó en 2005 con el desengaño producido por el rechazo popular del Tratado constitucional (referéndums negativos en Francia y Países Bajos) y la constatación del fiasco de la Agenda de Lisboa.

El gran optimismo de aquellos años viene reflejado, por ejemplo, en el texto de la Primera Estrategia de Seguridad Europea (2003), elaborada por el entonces Alto Representante para asuntos exteriores y seguridad, Javier Solana, en la que se celebraba que Europa “nunca había conocido un período de paz como el que entonces estaba disfrutando“  y que  estaba “rodeada de países amigos”, al mismo tiempo que  se elogiaba el éxito  del soft power (poder blando) característico de la UE, basado en la negociación y  el consenso.

La UE se consideraba a sí misma como un “Estado post-moderno“, según terminología de Robert Cooper, diplomático británico adscrito al departamento de Javier Solana. Aparecieron entonces libros de gran entusiasmo europeísta que se atrevían a ostentar títulos como el siguiente: “Porqué Europa será la potencia dominante del siglo XXI“ (autor, Mark Leonard, hoy director del think tank European Council on Foreign Relations).

A partir de 2005, comienza un largo período de europesimismo.

El fracaso del Tratado Constitucional tuvo una triste continuidad a través de la aparición de crisis sucesivas, lo que ha llevado a hablar habitualmente de “policrisis“ o de “crisis hiedra“.

Se ha vivido una auténtica concatenación de crisis: Gran Recesión (2007/2008), deuda soberana (2010), Crimea (2014), inmigración (2015), Brexit (2016), elección de Trump (2016), auge de los populismos, retroceso de las democracias, aparición en Europa de “democracias iliberales“,  pandemia (2020), guerra de Ucrania (2022).

Políticos, académicos y ciudadanía perdían la fe en las instituciones europeas hasta el punto de generar una resistencia mental a identificar logros recientes como un cambio de tendencia.

En los últimos tres años se han acumulado evidencias indiscutibles de mejora que permiten augurar un nuevo relanzamiento de la UE. El 31 de enero de 2020 – día en que el Reino Unido dejó finalmente la UE y se diagnosticaron los primeros casos de la covid en Italia – podría ser la fecha simbólica que marca el parteaguas de una nueva era. Así lo indican think tanks europeos de primera fila.

Pese a haber vivido momentos potencialmente demoledores para el proyecto supranacional europeo, la suma de peligros se ha ido transformando en fuente de fortalezas.

La Historia ya ha dictado su veredicto sobre el error cometido por los británicos por renunciar no solo al Mercado Interior Europeo, sino también a la versión más dinámica y cosmopolita de ellos mismos.

Poco después, tras los titubeos y negociaciones que anteceden a todo avance trascendental, la pandemia ha reforzado a la UE en varios frentes:

  • Un ambicioso plan de solidaridad y modernización vehiculado a través de los fondos Next Generation.
  • Una integración monetaria más sólida que ya no excluye la emisión masiva de bonos. 
  • Pese a las débiles competencias de Bruselas en salud, un exitoso programa conjunto de vacunación. El contraste entre la dependencia radical de material médico chino durante las primeras semanas de confinamiento y la oferta de vacunas europeas hecha actualmente a Pekín es la mejor expresión del camino recorrido.

Este trienio de confrontación exitosa de adversidades ha sido también el del despertar geopolítico.

Ya antes de que Rusia atacara a su vecino, el actual Alto Representante para asuntos exteriores y seguridad de la UE, Josep Borrell, llamaba a aprender “el lenguaje del poder“ y avanzar en “autonomía estratégica” frente a las potencias no europeas.

A lo largo de 2022, tras la invasión de Ucrania por Rusia, las ideas empezaron a transformarse en hechos. Nadie imaginaba el grado de unidad y determinación a la hora de sancionar a Moscú, desconectarse de su gas, ayudar a Ucrania, acoger refugiados y reforzar la seguridad y defensa de todo el espacio euroatlántico. Ha resucitado incluso la política de ampliación de forma que el horizonte más esperanzador para el país agredido consiste hoy en poder unirse a los 27.

La autonomía estratégica, al lado de la posibilidad de jugar un papel moderador en un escenario internacional caracterizado por la rivalidad entre Estados Unidos y China, son prioridades fundamentales de la UE en estos momentos.

El Consejo de la UE ha definido el concepto de autonomía estratégica como “la capacidad para actuar de manera autónoma cuando y donde sea necesario y en la medida de los posible con los países asociados“.

Según el Consejo, “sin ser autónomos de verdad, los europeos no seremos capaces de llegar a la unión política federal, objetivo fundamental de la UE, y mucho menos a actuar en el mundo como un verdadero actor global“.

En un documento del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) de 2020, se define así el concepto de autonomía estratégica: “proceso a largo plazo para que los europeos tomen, cada vez más, las riendas de su destino en sus propias manos y para defender nuestros intereses y valores en un mundo cada vez más hostil, un mundo que nos obliga a confiar en nosotros mismos para garantizar nuestro futuro“.  La autonomía estratégica comprende aspectos referidos tanto a defensa como a tecnología y economía.

En un reciente artículo publicado por el canciller alemán, Gustav Scholz, en la revista Foreign Affairs, se dice que “la cuestión central del momento es cómo pueden los europeos y Europa seguir siendo independientes en un mundo crecientemente multipolar”.

Scholz rechaza una nueva guerra fría Estados Unidos-China y entiende que promover la defensa en el marco de la UE es una forma de reforzar la OTAN. Se trata de una autonomía estratégica que compagine el carácter occidental de Europa y su imprescindible alianza con Estados Unidos con la capacidad de defender los intereses europeos.

Tratándose de las relaciones Europa-China, Josep Borrell ha declarado que “Europa tiene que mirar a China con sus propios ojos, valores e intereses, que no siempre coinciden con los de Estados Unidos; Europa no puede ser un rehén del conflicto entre Estados Unidos y China“.

No habría probablemente empeño más noble ni mejor empleo para la autonomía estratégica de Europa, en estos tiempos, que intentar ejercer un poder moderador entre Estados Unidos y China, cuya deriva actual de relaciones podría conducir, de no rectificarse, a una verdadera catástrofe.

Se puede argumentar que si no existe todavía un optimismo generalizado sobre la buena salud de la UE es porque ésta va respondiendo a retos que son en sí mismos negativos – eurofobia, pandemia o guerra – y porque queda por resolver cómo se consolida lo logrado.

Tampoco debe descartarse el injustificado prestigio intelectual que otorga el no dejar de ser pesimista. Existen, desde luego, enormes desafíos y poderosos adversarios, aunque si nos fijásemos solo en las dificultades o las resistencias, nunca podríamos identificar progresos históricos.

Pronto, con algo más de perspectiva, habrá posiblemente consenso en calificar este momento como de un nuevo relanzamiento del proceso de integración europea, similar a otros conocidos con anterioridad.

Dentro de unos años, los expertos empezarán posiblemente a debatir las causas de este nuevo relanzamiento de la UE a partir de 2020. La explicación última probablemente apuntará a tres protagonistas: David Cameron, un murciélago en el mercado de Wuhan y Vladimir Putin.

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