Esta semana tendrá lugar el congreso del partido comunista chino en el que se espera que su actual secretario general y al mismo tiempo presidente del país, Xi Jinping, sea designado para llevar a cabo un tercer mandato.
A sus 69 años de edad (de hecho se lleva menos de un año con Vladimir Putin), muchos sospechan que un tercer mandato pueda dar paso a un cuarto, lo que haría de Xi virtualmente presidente vitalicio.
Sin embargo, hay analistas que apuntan a que los problemas de gobierno que genera la dependencia de un solo hombre, sobre todo si dispone de la máxima autoridad en un país tan grande y tan importante para el mundo entero como China, empiezan a manifestarse.
El estado chino, controlado por Xi, parece abusar de su capacidad de gobernar a discreción y sin contrapesos.
Este hecho es importante porque la receta del éxito económico de China de los últimos 40 años se basa precisamente en aportar un marco legal y económico favorable al emprendimiento. Y por eso se necesita estabilidad regulatoria y garantías jurídicas firmes. Se necesita un estado de derecho (que no tiene por qué ser sinónimo de democracia).
Lo que está sucediendo con el gobierno de Xi estos últimos años apunta hacia la dirección opuesta: la de la intervención masiva del estado en la economía y sociedad, haciendo y deshaciendo reglas a su antojo.
El ejemplo más evidente de este cambio quizá sea la draconiana estrategia china para hacer frente al coronavirus, y que mantiene a la población en un suspenso permanente mientras que el resto del mundo parece haber pasado ya página. Sin hablar de todos los problemas que genera para la industria y el comercio exterior del país y el mundo entero, que en último término depende de los productos chinos.
Pero existen otros ejemplos. Uno relevante es el giro que Xi Jinping ordenó en 2018 para garantizar la “seguridad alimentaria” de China después de que el país impusiera aranceles a las importaciones estadounidenses de soja, trigo y otros productos agrícolas.
Como el esfuerzo de ganar en autonomía alimentaria se está haciendo por la fuerza, numerosos agricultores se ven obligados a sustituir su lucrativa producción de flores o bambú por productos básicos como el arroz. El resultado es una destrucción neta de riqueza para los campesinos chinos.
Algunos expertos citados por el Financial Times apuntan que existen muchos paralelos entre las directivas recientes de Xi y la desastrosa política del hijo único, introducida en 1979 y que ha demostrado ser contraproducente al contribuir a que China se dirija hacia el decrecimiento demográfico .
En ambos casos, se trata de decisiones que contemplan medidas drásticamente coercitivas para la población y que tienen efectos secundarios perversos a largo plazo. Además, estas políticas, una vez lanzadas, generan una burocracia tan inmensa que para revertirlas hace falta tiempo y esfuerzo.
En el ámbito puramente económico, Xi también decidió emprender un giro brutal al empezar a perseguir a los líderes de las grandes empresas tecnológicas chinas, entre ellos el fundador de Alibaba, Jack Ma. En este caso, Xi y la cúpula del partido comunista temían que este poderoso sector privado acabara haciéndoles sombra.
La centralización extrema de las decisiones chinas, en este caso en la figura de Xi, no es en sí garante de un mejor gobierno a largo plazo, ya que puede conducir igualmente a decisiones erráticas y dirigir prioridades inmediatas de forma contraproducente para los intereses a largo plazo.
En definitiva, contrariamente a lo que podría pensarse, las decisiones que las dictaduras toman no son necesariamente más sabias que las de gobiernos democráticos sometidos a la tentación populista para ganar las próximas elecciones.