Si hay un tema clave en estos momentos es resolver la compleja transición energética. Todos los países de Europa se esfuerzan por encontrar una solución que integre tres parámetros de no fácil conciliación.
El primero, reducir el impacto con la emisión de gases de efecto invernadero que, en el caso de la energía, significa sobre todo el CO2. El otro, jugar la carta de los recursos propios que son más favorables.
Este aspecto tiene condiciones para convertirse en una nueva crisis de la UE, en el sentido de que Francia exige que la producción nuclear sea considerada como una “energía verde” y Alemania postula algo similar en relación al gas. Son dos posiciones extremas que muestran hasta qué punto cada estado se preocupa por tener un mix de producción propicio a sus intereses.
El tercer factor decisivo, porque puede aumentar el extendido malestar social, es el coste de esa transición. Cambiar las fuentes tradicionales por nuevas cuesta dinero. La actual factura de la electricidad es una muestra, porque no toda la responsabilidad del aumento se debe al incremento del precio del gas, sino que otra parte sustancial está formada por los derechos de emisión de CO2, que cada vez son más caros.
En este difícil contexto el gobierno catalán se mete solo en un lío de dimensiones cósmicas. Por un lado, habla sin parar de un país sostenible y verde e, incluso, se atreve a hacer él solito una ley contra el cambio climático, pero al mismo tiempo está a la cola de la producción de energías alternativas.
La advertencia de la ministra española del ramo, formulada en unos términos deliberadamente provocadores para un gobierno independentista, en el sentido de si quería terminar dependiendo energéticamente de Aragón, ha tenido la respuesta canónica de la consejera Teresa Jordà que seguramente por la extraña composición de su departamento de Acción Climática, Alimentación y Agenda Rural, tiene unas respuestas estándar que sólo responden a lo políticamente correcto, pero no concretan nada. La realidad cruda y pelada es que hoy la Cataluña verde que postula el gobierno Aragonés es en realidad la Cataluña atónita, porque la energía nuclear es de lejos, más del 50%, la que cubre nuestras necesidades energéticas.
Para dar una idea del bajo nivel de respuesta catalán, hay que situar el hecho de que durante el pasado año se han instalado en España una capacidad de 6.000 megavatios fotovoltaicos y 600 megavatios eólicos. Pues bien, ni una sola unidad de esta nueva producción eléctrica se ha situado en Cataluña. Es consecuencia de un país que vive instalado en el “no”. Quiere hacer grandes cosas, pero todavía tiene que decidir cuáles y cómo. Mientras tanto, no queremos que haya instalaciones de energía eólica porque alteran el paisaje, ni fotovoltaica porque hace lo mismo y limita -cuestión discutible- la agricultura.
Tenemos una visión muy limitada de lo que se puede hacer. Tanto es así que existen opiniones técnicas que aseguran que podríamos producir toda la energía necesaria de fuente eólica marina en instalaciones situadas mar adentro en el litoral. Pero también esta posibilidad es descartada por una parte del país que no quiere tocar nada.
En estas condiciones es muy difícil que Cataluña pueda prosperar. Es bueno cuidar el paisaje, pero de modo que sea compatible con las necesidades de proveernos de un recurso tan necesario como la energía y de ser lo suficientemente posible. Tenemos el pésimo ejemplo de todo esto en Colau y la ciudad de Barcelona. Podía y puede todavía dar un fuerte impulso a la autoproducción de energía facilitando la suficiencia de los hogares, podía al menos comentar algo tan elemental, que hubo en los años 60 del siglo pasado, como producir agua caliente por medio de energía solar. Nada de todo esto se ha hecho.
Es un país que está perdiendo el tren porque sus líderes no tienen visión ni misión.