Es un hecho que la dificultad de pacto entre JxCat y ERC es producto de la gran acumulación de agravios y desconfianzas mutuas producidas a lo largo de estos años, y que arrancan la noche en que Junqueras y Marta Rovira se opusieron a que Puigdemont convocara elecciones para impedir la aplicación del artículo 155. Desde entonces, la pugna entre los dos aliados no ha tenido fin. Unos, los postconvergentes, dispuestos a mantener su hegemonía en la coalición, los otros, los de Junqueras, que desde el primer momento han querido ocupar el lugar que CiU había detentado durante tantos años.
En este marco tan poco propicio, se inserta ahora una victoria republicana que en parte se debe a los errores de Puigdemont por no impedir la rotura del PDeCAT, que ha obtenido unos votos insuficientes para alcanzar representación, pero que le habrían dado el primer lugar una otra vez. Sobre este pesar, al haber perdido habiendo podido ser ganadores, se levanta aún más la dificultad del pacto que tiene en el Consejo por la República un punto crucial. En la visión de JxCat las grandes líneas estratégicas y la proyección exterior deberían quedar en manos de esta instancia, mientras que el gobierno de la Generalitat debería dedicarse a los temas de gestión cotidiana. Es una dualidad que ERC considera inaceptable, pero que es casi una cuestión de vida o muerte para Puigdemont.
A todo ello se le une la pérdida de peso de la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC), cada vez con menos capacidad de movilización y convicción, y que, por tanto, no puede presionar en una medida suficiente para que el pacto se produzca. Ahora, ha puesto sobre la mesa una solución con un Consejo por la República con participación de los tres partidos independentistas, el ANC y Òmnium, y ha convocado una concentración que dará una idea de su capacidad movilizadora.
Pero, en realidad una cuestión clave que da alas a los argumentos de JxCat y debilita a ERC, es la triste situación de los presos porque van pasando los meses y el indulto no llega, como tampoco se realiza la modificación de ley que facilitaría el retorno de Puigdemont y los demás dirigentes de JxCat que lo acompañan en Bruselas. Hoy por hoy, la previsión última es que el indulto pueda producirse hacia el verano, si no es que otros asuntos de política española vuelven a retrasarlo. Porque la realidad pura y dura es que el peso del problema catalán está lejos de ser tan grande como para imponerse en la agenda del gobierno como una prioridad.
El error cometido con la moción de censura en Murcia, que ha permitido a Ayuso tener una justificación para convocar elecciones en Madrid, en un momento que parece óptimo para ella, vuelve a posponer toda solución catalana. De hecho, la moción de censura en Murcia podría ser interpretada, con razón, como un prólogo de lo que se pensaba hacer en Madrid, porque Íñigo Errejón estaba esperando la ocasión para presentarla y ganar peso en la izquierda madrileña y su particular pulso con Iglesias. También el tema había sido tratado en conversaciones informales entre Cs y socialistas. Por tanto, no es extraño que la iniciativa de Sánchez en Murcia desencadenara la reacción en Madrid. No se entiende que los cogiera tan desprevenidos hasta el extremo de tener una cabeza de lista, Ángel Gabilondo, amortizado y destinado a ocupar el puesto de Defensor del Pueblo más pronto que tarde.
Ahora, Madrid se ha convertido en el centro de la política española porque puede representar el boom de la derecha y porque se ha convertido en la pieza fuerte del juego político. Es, para lo bueno y para lo malo, el referente y ha ganado también en el terreno político, al histórico papel de Cataluña. No sólo nos supera en su peso económico, sino que ahora es el agente decisivo en el ámbito político, como lo había sido siempre la cuestión catalana. Y esta es una gran paradoja. La radicalización que ha significado el independentismo, sustituyendo el catalanismo, no nos ha otorgado a los catalanes más peso político, ni en España ni en Europa, sino todo lo contrario. Nos ha debilitado y ya no podemos aspirar a ser unos agentes decisivos en la política española. Esta es la triste evidencia de que los meses y años que permanezcan encarcelados los dirigentes independentistas constituyen el mejor testimonio. Se llama impotencia.