Se ha hablado mucho de la pandemia global de la Covid-19 como un “cisne negro”: un evento inesperado con un grave impacto socio-económico.
Tal calificativo puede cuestionarse (como lo hace el propio padre de la teoría de los cisnes negros, el libanés Nassim Nicholas Taleb). Pero es sorprendente que tan sólo un año más tarde se haya producido otro evento igualmente inesperado y consecuente para nuestro modelo económico globalizado.
La causa de la nueva disrupción, a diferencia de la mortífera pandemia, tiene algo de cómico: un mastodonte de más de 400 metros de eslora y 220.000 toneladas de peso recibe lo que parece ser una fuerte ráfaga de viento que lo desvía de su rumbo, haciéndolo encallar y bloqueando por completo el canal de Suez.
Pero no se trata de una broma. Se calcula que el accidente causa una pérdida económica de más de 400 millones de dólares cada hora que pasa.
Cuando el viernes pasado fracasó un nuevo intento de desplazar el barco varado, las navieras empezaron a desviar al menos una parte de sus cargueros por la ruta del Cabo de Buena Esperanza.
La ruta del Cabo, que bordea África como lo hizo el explorador portugués Vasco de Gama en 1498 cuando descubrió la ruta de las Indias, añade siete días de travesía al trayecto marítimo entre Asia y Europa. Además, presenta otro inconveniente: una grave amenaza de piratería en zonas como el Golfo de Guinea.
En tan solo seis días desde que el navío encalló, se habían acumulado la friolera cantidad de 200 buques en los accesos al Canal de Suez, y se esperaba la llegada de otros 137 en tan sólo cinco días más.
Dos días después del accidente, el precio del barril de petróleo crudo había aumentado ya más de cinco dólares.
Todo esto en un momento en que la producción industrial europea sufría ya de falta de suministros.
En numerosos sectores industriales como el del automóvil, los costes de producción se optimizan gestionando al límite las existencias de los almacenes. Lo cual en la actual situación se traduce en falta de materias primeras para seguir fabricando.
Así pues, por segunda vez en menos de un año, Europa se enfrenta a posibles graves problemas de suministros básicos. En 2020 faltaban mascarillas y gel. Ahora son prácticamente todos los productos industriales los que corren el riesgo de escasear.
El coste de poner la eficiencia por encima de todo
La situación deja en evidencia el precio a pagar por el actual modelo de globalización, llevada más allá de los límites que el sentido común debería imponer.
Su énfasis en optimizar costes al máximo, que ha hecho de la eficiencia la virtud suprema, puede rápidamente convertirse en su punto débil cuando sucede algo que no estaba previsto.
Otra vez será Europa quién saldrá más perjudicada de la actual situación, ya que es el continente más dependiente de las importaciones de Asia que cruzan a diario el Canal de Suez. Es también una de las regiones que más se han desindustrializado, externalizando más y más en Asia.
Primero la pandemia y ahora un barco tontamente varado no deberían dejar lugar a dudas: la eficiencia, como principio de organización de la economía internacional, es valiosa, pero debe combinarse con la resistencia (o resiliency, término anglosajón de moda) para no sobre-exponerse a riesgos graves.
¿A qué se espera pues para reforzar las cadenas de abastecimiento europeas? Es evidente que en el mundo actual la autarquía no tiene ningún sentido, pero tampoco la tiene su extremo contrario. Así pues, Europa debería diversificar sus fuentes de aprovisionamiento y relocalizar inteligentemente parte de la producción en su propio suelo.
Las ventajas de hacerlo no son solo minimizar el impacto de nuevos “cisnes negros”, sino fortalecer nuestro tejido empresarial e industrial, y generar empleos de calidad.