Europa, como cultura y civilización, empezó a despegar a partir del Renacimiento hasta llegar a su cenit en el siglo XIX y primeros años del siglo XX. En la primera mitad del siglo XX intentó suicidarse en dos capítulos: la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, se hablaba de Finis Europae , el fin de Europa, pero Europa, como una Au Fènix, fue capaz de renacer de sus cenizas.
A partir de los años cincuenta, al cabo de solo un lustro de su bajada a los infiernos, puso en marcha un proceso innovador de integración en forma de Comunidad Europea, que con el paso del tiempo se ha convertido en lo que hoy constituye la Unión Europea (UE).
La UE es el proceso de integración regional más exitoso del mundo, responsable de haber reconciliado a viejos enemigos históricos como Francia y Alemania, de haber hecho triunfar el relato de “nunca más guerra entre europeos” y de haber llevado consecuentemente en Europa a vivir el período de paz más largo de su historia. El futuro dirá si la UE llegará a ser, o no, lo que se propuso originariamente: conseguir una verdadera unión política en forma de federación de todos los pueblos de Europa. Si este proyecto finalmente fracasa, a Europa le espera seguro su irrelevancia histórica como minúscula península occidental que es de la gran masa euroasiática , sometida a poderes exteriores.
El escritor austríaco de origen judío, Stefan Zweig -nacido en 1881 en Viena, capital del Imperio Austrohúngaro, y suicidado en 1942 en la ciudad de Petrópolis, Brasilia-, en su libro titulado “El mundo de ayer. Memorias de un europeo” (Die Welt von Gestern . Erinerunge eines Europaërs), publicado en 1941, describe magistralmente el tiempo del cenit europeo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, con sus luces y sus sombras, ya continuación su derrumbe inesperado con el estallido de la Primera Guerra Mundial, seguido por el período de entreguerras con la llegada de Hitler al poder en Alemania y los comienzos de la Segunda Guerra Mundial, hasta su muerte.
Con la caída de Singapur en manos japonesas en 1942, él llegó a la conclusión de que las fuerzas del Eje acabarían ganando la guerra. Por no tener que presenciar aquel temido evento decidió suicidarse, junto con su esposa, en un hotel de una remota población brasileña .
En el Prefacio de su libro, escribe que su generación ha tenido que cargar con la fuerza desbocada de un trágico destino como seguramente ninguna otra generación ha tenido que hacerlo a lo largo de toda la historia de la humanidad.
“Hemos tenido que vivir convulsiones volcánicas de forma casi ininterrumpida que han hecho temblar la tierra europea. Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia. También he perdido mi patria propiamente dicha, la que yo había escogido de corazón, Europa, a partir del momento en que esta se ha suicidado, desgarrándose en dos guerras fratricidas. Hemos recorrido de arriba abajo el catálogo de todas las calamidades imaginables a lo largo de las dos mayores guerras de la humanidad. Nunca, en ningún momento -y no lo digo con orgullo sino con vergüenza- una generación ha sufrido una hecatombe moral semejante, y desde tanta y tan gran altura técnica, intelectual y espiritual, como ha vivido nuestra generación”. Europa pasó en poco tiempo de tocar el cielo durante los años que transcurrieron a caballo entre los siglos XIX y XX a caer después en lo más profundo de los abismos históricos. Según Zweig, «el gran culpable de todo ello, el que ha envenenado la cultura europea, la que nos ha llevado a la barbarie, ha sido la peste nacionalista«.
En el primer capítulo del libro, el escritor describe la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en la que Zweig nació y vivió. Él la define como «la edad de oro de la seguridad». “Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Todo lo que fuera radical y violento parecía imposible en esa época de la razón. El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el “mejor de los mundos”, y se miraba con desprecio a las épocas anteriores. Había una fe ciega en el progreso ininterrumpido. Era la ilusión optimista de una generación cegada por el idealismo, para la que el progreso técnico debía ir necesariamente seguido de un progreso moral igualmente veloz. Se creía tan poco en recaídas en la barbarie -por ejemplo guerras entre los pueblos de Europa- como en brujas y fantasmas. Antes de 1914, la Tierra era de todos. Todo el mundo iba a donde quería y estaba en tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni preguntarse”.
Hace un gran elogio inicial del imperio austrohúngaro y de su capital, Viena . “Era magnífico vivir en Viena, una ciudad que acogía a todo el extranjero con hospitalidad. En ninguna otra ciudad europea había un afán de cultura tan apasionado. Reinaba una atmósfera de conciliación espiritual, el ciudadano estaba educado en un plan supranacional, cosmopolita, para convertirse en un ciudadano del mundo. El orgullo de la patria le había orientado principalmente hacia el predominio artístico. La comunidad judía estaba perfectamente integrada, como en ningún otro país del mundo. Las nueve décimas parte de lo que el mundo celebraba como cultura vienesa del siglo XIX era una cultura promovida, alimentada e incluso creada por la comunidad judía de Viena. La heterogeneidad y supranacionalidad eran características de Viena, su cultura era una síntesis de todas las culturas occidentales. En ningún otro sitio del mundo era más fácil ser europeo. «Vivir y deja vivir» era la famosa máxima vienesa. Era un mundo ordenado, sin odio, en el que se vivía reposadamente, era un mundo burguesamente estabilizado”.
En el capítulo del libro titulado “Luces y sombras sobre Europa“, Zweig confiesa que nunca había amado tanto a Europa como en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. “Nunca había confiado tanto en la unidad de Europa, nunca había creído tanto en el futuro de Europa como en aquella época, desde la que parecía vislumbrarse una nueva aurora. Cuarenta años de paz después de la guerra franco-prusiana de 1870 habían fortalecido el organismo económico de los países. Se podía prácticamente circular por toda Europa sin controles de fronteras ni pasaportes. Nunca Europa había sido tan fuerte, rica y bella, nunca había creído en un futuro mejor, nadie decía, con la excepción de cuatro viejos arrugados, que los tiempos pasados eran mejores. Solo quien vivió esa época de confianza universal sabe que, desde entonces, todo ha sido recaída y ofuscación. Pero existía un exceso de energía. Un grupo se estaba formando sobre Europa y las señales de tormenta en los Balcanes indicaban la dirección de los nubarrones que se acercaban a Europa“.
Y así llegó en 1914, el año fatídico del estallido de la Primera Guerra Mundial. Corría “un verano exuberante y bello” cuando Europa “cayó en la espantosa histeria del odio”.
Millones de jóvenes europeos fueron a la guerra con entusiasmo patriótico, pensando que «la guerra sería rápida, en Navidad volverían victoriosos a casa». No fue así. Al cabo de cuatro años, Europa estaba exhausta y arrasada. Pocos años después del gran derrumbe, Europa se ponía a andar hacia el segundo capítulo de su suicidio: La Segunda Guerra Mundial.
En 1933 “Incipit Hitler”, Hitler salta al escenario. Este es precisamente el título del penúltimo capítulo del libro. Zweig no podía creérselo, por eso escribe estas palabras: “obedeciendo una ley irrevocable, la historia niega a sus contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. Hitler se preparaba para determinar la historia de Europa y el mundo en los próximos años. “Hitler, el nombre del hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo, más que cualquier otro en toda la historia”. Hitler, un agitador tremebundo que celebraba reuniones con muchos abucheos y peleas e incitaba a la gente de la forma más vulgar contra la República alemana y contra los judíos”.
Zweig pertenecía a una generación que tenía “una fe profunda con el mundo”, que creía en la existencia de una conciencia alemana, europea y mundial, que estaba convencida de que la inhumanidad acabaría para siempre ante la presencia de la humanidad. El gran sueño y la gran esperanza de Zweig podrían escribirse en tres palabras: una Europa unida. Y como gran intelectual que era, su idea europeísta fundamental era «la unión espiritual de Europa».
En los últimos días de su vida, “Europa le parecía condenada a muerte por su propia locura. Europa, nuestra santa patria, cuna y parteneu de nuestra civilización occidental”. No quiso verlo y por eso se suicidó en Petrópolis, Brasil, muy lejos de Europa, en 1942.
La obra literaria de Stefan Zweig es de gran calado. Dentro de ella destaca el Libro «El mundo de ayer», lectura obligada por los europeos, donde podrán constatar lo que fue capaz de hacer Europa antes de su caída en dos guerras civiles europeas consecutivas de dimensión mundial, cuando había llegado al cenit como cultura y civilización.
El libro termina con estas palabras: “A pesar de todo, todas las sombras son, al fin y al cabo, hijas de la luz, y solo aquel que ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el auge y la caída, solo aquel ha vivido de verdad”.