El pacto fiscal, en palabras de Puigdemont, vuelve a formar parte de la agenda política catalana y española. Es como una especie de Guadiana que surge cuando la ocasión resulta propicia. Ya lo planteó Artur Mas en su frustrada negociación con Rajoy, y la negativa de este último abrió la dinámica que llevó a Convergencia a convertirse en un partido independentista, lo que nunca había sido y a que una gran parte del país tomara este camino.
Pero, la cuestión es qué significa el pacto fiscal, cuáles son sus características, su contenido. En realidad, nadie lo sabe y por eso cada uno puede llenarlo como mejor le parezca. Se presenta como una especie de equivalente al cupo vasco, pero esto nunca se ha escrito ni se ha llegado a decir, al menos no por parte de sus autores.
Las cosas pueden aclararse si nos remontamos a su origen.
¿Cuándo se planteó por primera vez esta reivindicación catalana?
Debemos situarnos en las elecciones de 1996, que se presentaban muy complicadas para Convergència i Unió por dos razones. La primera porque Miquel Roca abandonaba voluntariamente el liderazgo de la representación en Madrid de CiU y Joaquim Molins pasaba a sustituirlo. El riesgo de que el cambio significara una pérdida de diputados era evidente para todos. Roca era un nombre de gran prestigio político en Cataluña y en el Congreso y que llevó a los mejores resultados de la representación catalana en las Cortes.
Pero, además, concurría una segunda circunstancia que agravaba la cuestión. Por primera vez en mucho tiempo había posibilidades de que el PSOE fuera derrotado por el Partido Popular de Aznar. Este escenario polarizaba el voto entre dos opciones españolas, lo cual siempre redundaba en perjuicio de CiU, que tenía una parte de su electorado que podía oscilar entre aquellos dos polos. El resultado disipó los temores. Solo se perdió un diputado en Barcelona con el aditamento de que esta circunscripción también había disminuido en un escaño.
El resultado es conocido: ganó Aznar pero necesitaba los votos de CiU para gobernar y de ahí surgió el Pacto del Majestic, que tiene trascendencia histórica, dado los logros que se alcanzaron, los mejores desde el Estatuto de Autonomía, con el añadido del precedente de lograrlo precisamente con el PP. CiU abría su horizonte de pacto a toda fuerza que pudiera gobernar España.
Para llegar a este resultado por parte de Convergència i Unió había dos equipos negociadores. Uno estaba formado por el propio cabeza de lista, Joaquim Molins y por quienes habíamos dirigido su campaña electoral Josep María Gené y yo mismo. Por otra parte, estaba el Presidente de la Generalitat que tenía como figura central negociadora a Macià Alavedra.
Fue de nuestro equipo de donde salieron una serie de propuestas como la abolición de los gobernadores civiles y la liquidación del servicio militar, que no causaron entusiasmo a Jordi Pujol -sobre todo la segunda- pero que las asumió porque entendió que eran unas reivindicaciones históricas del catalanismo.
En este contexto, planteé una nueva fórmula de financiación que partía de la salida de Cataluña del sistema general, en la que todavía continuamos inmersos y por tanto la caracterización de una bilateralidad en materia de financiación, como en el caso del País Vasco y Navarra. Pero ahí terminaba el parecido. A este objetivo lo llamé Pacto Fiscal y esto fue lo que pusimos encima de la mesa en el ámbito interno de Convergència i Unió.
El Pacto Fiscal no era el concierto vasco, porque sabíamos que era muy difícil generalizar este mecanismo para una autonomía de la dimensión económica de la catalana, que entonces era la mayor de España. Su aplicación era mucho más sencilla en el caso del País Vasco por su mucha menor entidad económica; su PIB no supera el de la ciudad de Barcelona. Y mucho menos se trataba de reproducir el cupo vasco, que es radicalmente insolidario y que curiosamente se mantiene sin críticas a lo largo del tiempo, y es apoyado por todos, desde la visión mucho más unitarista del PP a la más igualitarista del PSOE. Es la ventaja vasca, sus diferencias estatutarias y competenciales con lo común de España son sustancialmente más grandes que las catalanas, pero irritan mucho menos, por no decir casi nada.
Nuestro enfoque era que se recaudaran los impuestos en Cataluña con una Hacienda consorciada con el estado, que valorara las prestaciones reales que el Estado hace en Cataluña y fijara una cuota de solidaridad, y que, a partir de estos datos, el estado recaudara la parte que le correspondiera y el resto quedara en manos de la Generalitat. Por tanto, ni el estado perdía el control absoluto de los ingresos fiscales, ni desaparecía la aportación catalana como comunidad más desarrollada como sucede con el concierto vasco.
Esto era el pacto fiscal. Nunca llegó a plantearse porque Alavedra, entonces consejero de Economía y Finanzas, consideró que era imposible que el PP lo asumiera y Pujol estuvo de acuerdo con él. Se planteó otro enfoque: una reforma del sistema de financiación con participación en algunos de los impuestos del Estado como el IRPF y su cesión a Cataluña. Este enfoque, que posteriormente fue modificado y ampliado, es el que se mantiene hasta ahora.
Afirmar que un pacto fiscal significa recaudar el 100% de los impuestos de Cataluña por parte de la Generalitat es una opción que, como es lógico, puede plantearse, pero en ningún caso responde a la concepción inicial de lo que significaba el Pacto Fiscal.