Verdades fuertes y democracia

Daniel Innerarity defendía recientemente, en un artículo que lleva por título “La democracia y la verdad”, que la democracia no persigue alcanzar la verdad, sino conversar pensando que nadie tiene un acceso privilegiado a la misma, que la mayor parte de la política no tiene que ver con cosas objetivas, o que no vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, del saber provisional…  Innerarity cita a John Rawls, quien afirma que cierta concepción de la verdad, “the whole truth”, es incompatible con la ciudadanía democrática, o que no es razonable que los ciudadanos intenten imponer a los demás lo que consideran la verdad completa.

Pero lo cierto es que en los últimos veinte años las leyes que rigen nuestro país han cambiado radicalmente la regulación de cuestiones fundamentales y obvias para quien cree en un orden objetivo de realidad y en un derecho natural que trascienda las leyes del momento: el derecho a la vida, qué es ser hombre o ser mujer, la estructura natural de la familia o el derecho de los padres y madres a educar con libertad a sus hijos.

Los gobernantes han modificado los fundamentos de nuestra sociedad, no a consecuencia de un debate democrático ponderado, tal y como defiende Innerarity, sino más bien debido a que ciertas minorías sociales han impuesto sus visiones particulares con audacia y determinación, y han sido apoyadas por partidos políticos que han hecho bandera de nuevas concepciones antropológicas y morales y las han impuesto con la fuerza del BOE o del DOGC.

Todo esto ante la pasividad de la gente de buena fe que todavía confía en que los gobiernos se guían sobre todo por el bien común y no por criterios ideológicos o de conveniencia partidista. Y en medio del silencio de muchos cristianos, laicos y de muchas jerarquías de la iglesia, sobre todo de la catalana. Pocos católicos han tenido verdadera conciencia de lo que estaba pasando, o la valentía para defender el bien común que se fundamenta en aquellas verdades objetivas y fuertes, en los principios prepolíticos sin los que no hay verdadera democracia, tal y como expuso lúcidamente Benedicto XVI.

Benedicto XVI

Pero actuar en contra de las verdades objetivas, que son esenciales tanto para la persona como para la sociedad, siempre termina mal. La natalidad del país está hoy en la mitad de la tasa de reposición y no hay razón alguna que haga pensar que esta tendencia a la baja, iniciada hace más de 40 años, pueda revertirse a corto o medio plazo. Lo que viene es una sociedad multicultural, de gran complejidad, en la que las minorías religiosas y culturales recién llegadas, que cada vez serán menos minorías, intentarán primar su manera de entender la vida.

Y lo harán con toda legitimidad. Tanto la democrática, pues sus votos contarán como los de un «catalán de toda la vida». Como la legitimidad moral, pues es comprensible que rechacen las cosmovisiones nihilistas y autodestructivas que han asumido buena parte de las sociedades europeas.

En medio de este pluralismo cultural y social quedará la minoría cristiana, pocos pero convencidos. Como «el resto de Israel» de la que hablan los profetas del Antiguo Testamento. Convencidos por qué habrán entendido que abandonar la fe o relativizarla a la medida de nuestras conveniencias y comodidades, tiene graves consecuencias a nivel personal, familiar, eclesial y de la sociedad entera.

Y como estos cristianos estarán convencidos y arraigados en su fe, serán también creativos, como profetizaba Josep Ratzinger hace casi 60 años. Esta minoría firme y creativa ya empieza a brotar en muchas ramas de nuestra iglesia, incluso en la aparentemente estéril rama gerundense, y surgen hombres y mujeres que creen y defienden con firmeza la sacralidad de la vida humana, el matrimonio como fundamento de la familia, la responsabilidad de madres y padres en la educación de sus hijos, en casa y también en escuelas de iniciativa social que responden a sus convicciones.

La concepción política liberal autosuficiente de la justicia que defienden Rawls o Innerarity ha permitido que en Francia el aborto sea un derecho constitucional o que aquí yo hoy pueda acudir al registro civil a manifestar que soy una mujer y que esto tenga efectos legales.

Es ser muy ingenuo o desconocer la condición humana pensar que la gente va a actuar rectamente meramente por razones políticas o de responsabilidad ciudadana, sin necesidad de las creencias religiosas y de las normas morales que las acompañan.

En los últimos veinte años las leyes que rigen nuestro país han cambiado radicalmente la regulación de cuestiones fundamentales y obvias para quien cree en un orden objetivo de realidad y en un derecho natural Share on X

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