Verbena de San Juan, ¿festejar o lamentar? La decadencia de nuestras fiestas populares

Cada año, en las calles iluminadas por bengalas y fuegos artificiales, debería renacer un ritual compartido, una herencia común tejida en torno al júbilo. Pero en la Cataluña de hoy —como en tantas otras partes del mundo occidental—, las fiestas populares han dejado de ser una expresión de identidad colectiva. En su lugar, emerge un fenómeno inquietante: una multitud sin cohesión, sin frenos, que ya no celebra, sino que estalla.

El caso más reciente y alarmante es el de la Verbena de San Juan de este año en Cataluña. Un muerto, dieciocho heridos graves y cincuenta y cinco detenidos. Más de 1.350 intervenciones de bomberos, incendios urbanos y forestales, cortes en líneas ferroviarias clave por fuegos. Solo entre las 22:00 y la medianoche, se registraron 427 avisos de emergencia. La Generalitat desplegó más de 500 efectivos, pero incluso ese esfuerzo titánico fue insuficiente frente al desborde.

Fiestas sin comunidad

No estamos ante un problema de recursos. Lo que ha desaparecido es el tejido simbólico que daba sentido a la fiesta. La Fiesta Mayor de Gràcia, antaño ejemplo de creatividad y cohesión vecinal, lleva años dando muestras de agotamiento. El ritual, despojado de su espíritu original, ha sido colonizado por una masa desvinculada, sin normas comunes ni autocontrol. Una multitud donde el deseo individual manda más que cualquier sentido de pertenencia o responsabilidad.

Y no se trata solo de un problema de seguridad. Hay una crisis cultural de fondo: la fiesta se ha convertido en válvula de escape de una sociedad que ya no cree en el deber, ni en los vínculos, ni en los límites. En un contexto donde lo subjetivo reina y los derechos se multiplican —reales o imaginarios— sin el contrapeso de obligaciones compartidas, la celebración degenera.

Costes ocultos

Lo que no cuentan los informes oficiales es quizás aún más inquietante. Las cifras de peleas, agresiones, lesiones leves y conflictos no atendidos no aparecen en las estadísticas. Se conoce, pero se omite deliberadamente. Una especie de negacionismo institucional que minimiza el problema para evitar la incomodidad política. Pero el precio es alto, y no solo en vidas y cuerpos heridos: los costes sociales y económicos se multiplican. Cada euro que se gasta reparando lo destruido es un euro que no se invierte en educación, salud o cohesión comunitaria.

¿Celebrar qué? ¿Y a qué precio?

Ante este panorama, la pregunta es ineludible: ¿queremos seguir financiando celebraciones que cada vez se parecen menos a una fiesta y más a una batalla urbana? ¿Vale la pena sostener rituales que ya no nos unen, sino que evidencian nuestra fragmentación?

La respuesta no debería recaer solo en las autoridades, que a menudo prefieren mirar hacia otro lado. Es la sociedad civil —la que aún cree en el tejido común— la que debe encarar esta revisión de fondo. Recuperar la fiesta como espacio de encuentro requiere algo más que prohibiciones o refuerzos policiales. Exige reconstruir los vínculos rotos, restaurar el sentido del deber y del compromiso, y volver a apostar por una convivencia que no sea solo tolerancia pasiva, sino responsabilidad compartida.

Quizá la mayor tragedia no sea lo que ocurre durante una noche de fiesta, sino lo que nos revela: que ya no sabemos celebrar juntos porque hemos dejado de vivir juntos.

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