La Unión Europea en un mundo de gigantes

Terminada la Segunda Guerra Mundial y hasta la caída del Muro de Berlín, en 1989, imperó la guerra fría y se implantó un mundo bipolar con dos potencias dominantes -los Estados Unidos y la Unión Soviética- cada una de ellas con sistemas políticos, económicos y sociales opuestos y ambas con pretensiones de dominio universal. Los mejores analistas de la época pensaban que aquel mundo podría durar mucho tiempo. Descartaban un enfrentamiento bélico con el uso de armas nucleares entre las dos potencias dominantes, debido al riesgo de una destrucción mutua total (estrategia MAD, mutual assured destruction ). Javier Solana, por ejemplo, escribía y disertaba en los años ochenta del siglo pasado sobre el futuro del Pacto de Varsovia en el siglo XXI.

El final de aquel mundo llegó en 1989 con la caída del Muro de Berlín, y lo hizo, para expertos y menos expertos, de manera inesperada

El final de aquel mundo llegó en 1989 con la caída del Muro de Berlín, y lo hizo, para expertos y menos expertos, de manera inesperada.  Grandes acontecimientos producidos en las últimas décadas también han llegado de forma inesperada, como el colapso del sistema financiero mundial en 2008 o la aparición de la pandemia del coronavirus en 2020.

A partir de 1989 -considerado por muchos historiadores como el final del siglo XX- se impuso un nuevo mundo de carácter unipolar, con una sola potencia dominante: los Estados Unidos. El año 1989 supuso una victoria sin paliativos de Occidente. Los ganadores eran tres: el orden liberal occidental a escala planetaria, la democracia liberal y de la economía de mercado como modelo político y económico-social universal y un orden mundial basado en reglas, bajo la vigilancia de instituciones democráticas multilaterales. El sociólogo norteamericano Francis Fukuyama bautizó aquellos momentos como «fin de la historia», porque, según él, la historia de la humanidad, en sentido filosófico hegeliano, habría llegado a su plenitud.

Pero aquella Arcadia feliz tampoco duró muchoHoy nos encontramos que el factor determinante de la política mundial es el reconocimiento de que no se ha producido la consolidación de aquel mundo liberal triunfante, bajo la égida occidental. Es más, a partir de 1989 comenzó un proceso de «desoccidentalización» del mundo. La potencia hegemónica, Estados Unidos, se vio atacada en 2001 en su propio territorio por el terrorismo islámico. A consecuencia de este ataque, se embarcó en una serie de guerras en Oriente Medio, que todavía duran.

Por su parte, China comenzaba una meteórica carrera ascendente hasta convertirse en una potencia global capaz de retar a la hegemon estadounidense. Mientras los americanos estaban empantanados en Oriente Medio, China hacía una galopada económica sin precedentes, sobre la base del cambio de modelo económico adoptado en 1978, que significó el abandono del maoísmo comunista y la adopción de la economía de mercado, en el marco de un modelo político autoritario y de capitalismo de estado. Hoy China ya ha superado la economía de Estados Unidos en términos de paridad de poder adquisitivo y pronto lo hará a precios de mercado.

Los analistas ya no hablan hoy de un mundo unipolar, sino de un nuevo mundo bipolar más o menos perfecto -con los Estados Unidos y China como las dos potencias dominantes- o de un mundo multipolar con la presencia de nuevas potencias emergentes. El nuevo escenario es fluido, cambiante y desordenado.

Actualmente, una vez superado el episodio lamentable y degradante del trumpismo, con Joe Biden ya instalado en la Casa Blanca -gran esperanza de recomposición del eje transatlántico con la UE- se puede hablar de una nueva distribución de poder en el mundo.

Por un lado, existe una Tríada del poder económico mundial, formada por los Estados Unidos, la UE y China. La UE es todavía una gran potencia económica, la primera potencia comercial y la primera en ayudas a la cooperación y al desarrollo, pero sigue siendo débil en términos políticos y militares, comparada con los dos primeros.

Por otra parte, se puede observar la formación de un cuadrilátero, en el que China y Rusia han avanzado aprovechando la debilidad occidental, mientras que Estados Unidos y Europa han retrocedido durante el trumpismo. Rusia es una amenaza europea, especialmente para los países vecinos que abandonaron el imperio soviético a partir de 1989 y ahora se encuentran integrados en la UE y en la OTAN. China constituye una seria amenaza para la hegemonía norteamericana.

Los papeles en este difícil cuadrilátero están claramente definidos en los casos de China (pretende el liderazgo mundial), los Estados Unidos (aspira a mantener su hegemonía y marcar a China de cerca) y Rusia (quisiera recomponer el imperio soviético), pero aún no definidos en el caso de la UE. Los analistas esperan que «el debate europeo» termine de analizar y decidir el papel que le corresponde a la UE en el nuevo escenario internacional, contando con el retorno de Estados Unidos a las alianzas tradicionales con Europa.

Europa sólo puede aspirar a jugar un papel como actor global si profundiza en su integración y es percibida como un solo interlocutor. Cada país de la UE por separado es irrelevante.

Es urgente que la UE aumente su capacidad de actuar en un mundo de gigantes, cada vez más peligroso y que aprenda a utilizar el lenguaje del poder. Europa debe contribuir a revitalizar el multilateralismo y un orden mundial basado en reglas. Europa ha sido el espacio territorial más propicio para un orden mundial regulado y continúa siéndolo.

La UE ha atravesado desde 2005 hasta 2020 una verdadera «crisis existencial», en palabras del anterior presidente de la Comisión Europea, el luxemburgués Jean-Claude Juncker. Se han vivido acontecimientos muy difíciles: el fracaso del proyecto de tratado constitucional, la Gran Recesión, la policrisis del euro (crisis económica y monetaria, crisis de relato, crisis institucional, crisis de legitimidad), la crisis migratoria, la crisis del Brexit, la llegada de Donald Trump, un antieuropeo, a la presidencia de Estados Unidos, etc.

Con la Comisión Von der Leyen estrenada en el año 2019, la UE comenzaba la remontada de aquella «crisis existencial» y enfilaba una etapa de recuperación. La aprobación del ambicioso programa federalizante Next Generation EU (NGEU), el mes de julio del año 2020, así lo prometía. Pero actualmente, con las dificultades de la vacunación contra el coronavirus y el retraso en la llegada de los fondos europeos prometidos en el programa NGEU, vuelven los nervios y abundan las críticas, no siempre bien fundamentadas.

Que el plan de vacunación no funcione o funcione mal no debe llevarnos a pensar que Europa es un desastre

Que el plan de vacunación no funcione o funcione mal no debe llevarnos a pensar que Europa es un desastre, porque al final la vacunación funcionará y será mucho mejor que si cada país lo hubiera resuelto por su cuenta. La UE habrá podido pecar de cierta ingenuidad respecto a los compromisos con alguna empresa farmacéutica, pero ya se verá como todo se va resolviendo con rapidez y a finales del verano la UE habrá llegado probablemente a la inmunidad de rebaño. Es preferible el coste de haber gestionado las vacunas de una forma centralizada, al coste de que cada uno hubiera entrado en una competición para ver quién ponía más dinero sobre la mesa.

Europa ha sido raptada una vez metafóricamente en la mitología griega, pero muchos querrían raptarla de verdad para hacerla desaparecer de la escena internacional.  No podemos caer en la tentación de mezclar determinadas incapacidades de la UE en responder a la crisis sanitaria (recordemos que no tiene competencias transferidas por los Estados para hacerlo) con un totum revolutum intencionado antieuropeo, promovido por determinados grupos académicos anglosajones, el nuevo imperialismo ruso o los partidos nacionalpopulistas europeos.

La UE es un proyecto aún a medio construir y hay que juzgarlo con perspectiva histórica.

Todo lo logrado en el camino de la integración europea que comenzó en los años cincuenta del siglo pasado, sobre las cenizas de una Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial, es muy importante, pero ciertamente insuficiente. Han pasado setenta años, pero hemos de pensar que los Estados Unidos necesitaron muchos más para llegar a la federación.

No hay alternativa a una plena integración europea o, al menos, no hay una alternativa mejor. El próximo 9 de mayo comienza la Conferencia sobre el Futuro de Europa, organizada por las instituciones de la UE, que durará un año. Allí se debería establecer, como mínimo, una hoja de ruta para conseguir, de forma rápida el papel que le corresponde a Europa como actor global. El único camino de futuro sensato y prometedor para la UE consiste en completar su integración. Si no lo conseguimos -esto es cosa de todos los europeos- nos espera un papel irrelevante en un mundo de gigantes. O en palabras pronunciadas recientemente en Barcelona por Enrico Letta, ex primer ministro de Italia, «sólo podremos decidir entre ser un dominio de Estados Unidos o de China».

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