Primero fue el «experimento» del concierto de Love of Lesbian con 5.000 asistentes controlados, pero sin vigilancia posterior, por lo que a estas alturas desconocemos cuál fue el resultado de la experiencia.

Ahora se ha producido un Sant Jordi con numerosos fenómenos de masificación. Ciertamente se tomaron medidas, pero éstas eran insuficientes para evitar la concentración de personas a escasa distancia, o bien resultaban inapropiadas. No tiene sentido preventivo la concentración de paradas en áreas de la ciudad y habría sido mejor y más segura su distribución longitudinal, por ejemplo tres paradas por manzana. El hecho de que fueran actos al aire libre puede atenuar el problema, pero no lo elimina, más si se considera que el mismo departamento de Salud ha dejado constancia del crecimiento de la mutación británica, mucho más contagiosa.

La imagen de Josep M. Argimon firmando libros hechos a última hora con el presidente del Colegio de Médicos de Barcelona, ​​Jaume Padrós, ambos perfectos representantes del potente corporativismo sanitario de nuestro país, redondeaba la sensación de, tal como titulaba La Vanguardia en su editorial, «Un Sant Jordi casi normal». Pero, de normal no lo es, y el riesgo asumido ha sido muy importante y habrá que ver los datos de los próximos días para constatar su alcance. El nivel de contagios es desde todos los puntos de vista todavía demasiado elevado para permitirse alegrías. ¿Qué sentido tienen las restricciones que todavía pesan sobre el toque de queda y las cenas al aire libre en bares y restaurantes y celebrar al mismo tiempo una diada como la de Sant Jordi? ¿Cómo se frenan los botellones y las fiestas masivas en las playas si las mismas autoridades confieren un aire festivo y masivo de celebraciones oficiales? No se puede querer replicar y al mismo tiempo ir a la procesión. Hay en todo ello una falta de coherencia que debilita la prevención.

En estas circunstancias, el discurso sobre la presión que reciben las UCI es de una gran frivolidad, porque esta advertencia requiere un dramatismo ambiental que en estos últimos tiempos el gobierno y las autoridades sanitarias han tirado por la ventana.

No es un hecho menor que las personas que ingresan en las UCI sean cada vez más jóvenes. Evidentemente influye la vacunación sobre las personas mayores, que por cierto y comparativamente, está resultando deficiente en Cataluña, pero tampoco hay que descartar los efectos de la variante británica que se sabe que incide sobre población más joven. El nivel de vacunación actual no admite ninguna alegría y las amenazas de penetración de mutaciones aún más agresivas, como las confirmadas de Brasil y Sudáfrica, y el problema que puede significar la India, exigen que las autoridades preparen a la población para una capacidad de resiliencia mucho mayor .

Porque, a resumidas cuentas, hay que decir que Cataluña presenta unos resultados que no son para tirar cohetes. No son los peores de las de España, pero están enrasadas a su media, o la mejoran en parte, lo que no quiere decir nada de extraordinario dada la catástrofe española. En Cataluña se han producido 65 casos por cada 1.000 habitantes. Claramente mejor que los de Madrid, que han sido 87. Pero , y esta es la cuestión central , el número de muertes por cada 1.000 habitantes es exactamente el mismo, 0,9. Y aquí lo que cuenta no son los casos sino la cantidad de personas que mueren. La Generalitat, el Departamento de Salud debe explicar el porqué de estas cifras. ¿Cómo es posible que con las restricciones de Cataluña, comparadas con las de Madrid, y con un número de casos detectados (otra cosa sería los reales y este ya es otro problema) menores que los de la capital de España, el número de muertos sea el mismo? Hay algo profundo que no acaba de funcionar en Cataluña. Uno es bien visible, el desgobierno. Pero hay otro más complejo y difuso, pero real, que es el corporativismo sanitario.

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