La progresía, en su afán de imponer su visión moral, se presenta como poseedora de una supremacía moral incuestionable. Cualquier observador atento se dará cuenta de que sus argumentos se basan en esta convicción de ser los guardianes de la justicia y la verdad, capaces de señalar con absoluta certeza lo que es el bien en cualquier situación.
Sin embargo, esta mentalidad excluye por completo el espíritu democrático, relegándolo a una mera ficción. La democracia se sustenta en la premisa del espejo roto, donde cada individuo posee una parte de la verdad que no puede reflejar en su totalidad. Solo a través del diálogo y el entendimiento mutuo podemos reconstruir este espejo y obtener una visión más completa de esta realidad, y como mayor sea la reconstrucción mejor constataremos la realidad. Esta es la causa de que el diálogo y el consenso sean pilares fundamentales de los sistemas democráticos, y no es nada nuevo, ya que Aristóteles lo mencionaba como esencial para un buen gobierno.
El supremacismo moral de la progresía desafía estas bases democráticas, erosionando la esencia misma de la democracia representativa y el liberalismo. En la acción parlamentaria, prevalece la dictadura de la mayoría, incluso con una ventaja mínima de votos, lo que permite la promulgación de leyes defectuosas y controvertidas, como la ley de eutanasia o la mal concebida ley de protección animal, y la del “sí es sí”, o la de las personas “trans”, cuestionada tanto desde el ámbito médico como de los jueces responsables del Registro Civil.
Este fenómeno no es ajeno al liberalismo de la globalización, con el que la progresía mantiene una alianza objetiva, esto es que no ha surgido tanto de la voluntad como de la coincidencia de intereses. A pesar de diferencias en otros aspectos, comparten intereses en desviar la atención de la cuestión histórica de la desigualdad económica y la injusticia social, desviándolo hacia cuestiones de género y diversidad sexual. Esto se refleja en el hecho de que el Ministerio de Igualdad no tiene competencias económicas. El resultado beneficia a los intereses de la globalización al apartar el foco de la desigualdad económica.
Antonio Muñoz Molina, en un artículo reciente publicado el uno de octubre en El País, evoca con nostalgia las huelgas de la industria automotriz en Estados Unidos, porque le recuerda cuando los trabajadores luchaban por mejores condiciones salariales y sociales. Sin embargo, este tipo de reivindicaciones sindicales ha casi desaparecido en España, en gran parte debido a las políticas implementadas por gobiernos socialistas y la transformación de los sindicatos en entidades dependientes del Estado, pero sobre todo porque la cuestión está fuera del foco de la agenda pública y mediática. Importa lo homosexual, lo trans, el porcentaje de políticas o de mujeres en cargos de representación.
Muñoz Molina, también menciona un artículo que destaca un artículo previo publicado tiempo atrás en el mismo periódico, sin citar autor ni título, que señala precisamente cómo las identidades de género y la orientación sexual han eclipsado las diferencias de clase en la agenda política y mediática. Este cambio de enfoque es promovido por el antiguo partido socialdemócrata, ahora convertido en un partido de género progresista, junto con su coalición Unidas Podemos. Le hace decir a otro la causa de la elusión sindical para así no decirlo él.
El Partido Popular, por su parte, trata de mantener un equilibrio entre el liberalismo de la globalización y la progresía de género, y sigue lo que en este camino manda el PSOE, porque comparte que la cuestión de la desigualdad económica esté fuera de foco. No es, digámoslo así, su fuerte.
La justicia social y económica ha quedado relegada en la agenda política y mediática, mientras que el feminismo y las cuestiones de género ocupan el centro de atención. Y esto tiene un coste para la gente: a pesar del crecimiento del producto interno bruto, el salario real y la renta familiar disponible por persona siguen sin recuperarse desde 2019.
Esta dinámica ha llevado a la aparición de movimientos populistas, situados en los márgenes, como reacción a la alianza entre el liberalismo cosmopolita y la progresía de género, que domina el espacio político, gubernamental y mediático. Es como una especie de activación de los anticuerpos; debe haber una agresión, y en eso nos encontramos en la actualidad.
En resumen, el supremacismo moral de la progresía amenaza los principios democráticos, desvía la atención de problemas económicos y sociales fundamentales y genera reacciones populistas como respuesta a una alianza entre el liberalismo y la progresía de género. La solución a estos desafíos no vendrá del actual Partido Popular ni de la socialdemocracia reconvertida en progresista, sino de un enfoque más equilibrado y centrado en los problemas fundamentales de la sociedad.