Policrisis es la novísima palabra que va a tomar carta de naturaleza. La usó la directora general de la Organización Mundial del Comercio, Ngozi Okonjo-Iweala, el pasado junio, para definir lo que está sucediendo, y lo ha vuelto a hacer la subgobernadora del Banco de España, Margarita Delgado, el martes 25 de octubre, para definir la situación económica actual en su comparecencia parlamentaria
Pero, su origen, si no voy errado, corresponde al profesor de la Universidad de Columbia Adam Tooze, autor de “Crashed: How a Decade of Financial Crises Changed the World”. En un artículo publicado en su Chartbook#73 designa un escenario como el actual, donde se producen una serie de crisis, una combinación de factores adversos, que tienden a retroalimentarse entre sí, dando lugar a una gran incertidumbre e inestabilidad. Estas serían las principales características de la policrisis en la que nos sumergimos:
- Inflación, motivando una reducción de las rentas reales de los hogares y de las empresas.
- Reacción contundente de los bancos centrales, lo que empeora las condiciones financieras, y hace más complicada la gestión de las finanzas públicas en países muy endeudados, como España, donde los intereses en 2025 pueden crecer hasta un 25%.
- Se produce una pérdida de dinamismo de la demanda global.
- La guerra en Ucrania ha acrecentado el encarecimiento de numerosas materias primas.
- Además, ha alimentado la incertidumbre acerca de la seguridad del suministro energético en Europa.
- La ruptura de la transición energética por aquella causa, y la acentuación de sus contradicciones.
- Una mayor preocupación por un posible deterioro adicional de la situación geopolítica y la fragmentación geoeconómica, alterando los fundamentos de la globalización.
- La incertidumbre geopolítica se acentúa por los problemas de la economía china, por una parte, y su competición geoestratégica con Estados Unidos, por otra.
- Todo ello dañando la confianza y las expectativas de los agentes económicos.
Claro que la simple enumeración de las característica de esta policrisis no basta. Hay que presentar su articulación e importancia, como por ejemplo hace Tooze mediante una matriz que combina 8×8 factores: Covid, inflación, recesión, riesgo en el PIB, crisis alimentaria, crisis climática y de la deuda, y escalada nuclear.
Los así definidos podrían ser patrones globales. Pero hay más factores de crisis interactuado en regiones del mundo como la nuestra: la crisis de la natalidad y sus efectos ramificados, los riesgos de la extensión del delito organizado, que, por ejemplo, ya afectan de una forma grave a Holanda y Bélgica. Podríamos apuntar el estancamiento, incluso en algunos casos, la emergencia educativa.
La policrisis, acumulación temporal de crisis (en nuestro caso desde el 2008), provoca unas secuelas, como el crecimiento y cronificación de la pobreza, que son críticas en sí mismas.
En el caso de España y otros países, el paro estructural crónico y el paro estructural juvenil. La crisis de las instituciones sobre las que, en último término, se fundamenta el estado del bienestar: el matrimonio, la familia estable y la descendencia.
Determinadas “epidemias” generadas por la propia sociedad: la de las drogas legales en Estados Unidos, tan grave que ha afectado al cómputo estadístico de la esperanza de vida, o el crecimiento de las enfermedades mentales, también formarían parte de estas tendencias críticas asentadas.
También es necesario bucear en las raíces comunes de todas ellas. Porque muchos de los sucesos apuntados son estructurales, y otros poseen una gran inercia temporal. Otros están relacionados con la cultura y los modos de vida hegemónicos en Occidente, incluso con políticas públicas muy asentadas.
Y bucear más significa atender a otros diagnósticos más globales que los solo ligados a lo que percibimos en el ámbito económico, porque en definitiva -y esto está muy olvidado- toda economía es una antropología. En este ámbito, seguramente el autor con mayor capacidad de descender a las causas primeras lo encontramos en uno de los filósofos vivos de mayor reconocimiento mundial, Alasdair MacIntyre, que ya en 1981 advertía en Tras La Virtud de que, en el mundo actual, el lenguaje de la moral está en grave estado de desorden. “Hemos perdido nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral. El lenguaje y las apariencias de la moral persisten, pero la substancia integra de la moral haya sido fragmentada en gran medida y luego parcialmente destruida”. “No afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida”.
Y la pérdida es grande, entre otras razones, porque el capital moral es el fundamento necesario del capital social y el capital humano.
Este extraordinario filósofo escocés, asentado en Estados Unidos, apunta como principales responsables de esta crisis moral al emotivismo, como forma de pensar filosófica y su dimensión cultural, y al liberalismo en lo filosófico-político.
El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor y, más específicamente, los morales, no son nada más que expresiones de preferencias; reduce la moral a las preferencias personales (o lo que es lo mismo “acaba con la moral”). Por tanto, para el emotivismo no hay, ni puede haber, justificación alguna para las normas. Lo que yo siento es la única norma válida. La ley trans, actualmente en trámite, es un ejemplo superlativo de aplicación de este principio. El resultado es el imperio de las emociones, sin límites ni cauces de la racionalidad, lo que convierte a la sociedad en un campo de batalla donde se lucha por dar satisfacción a las propias preferencias. ¿Qué es el bien? Lo que yo prefiero.
Pero esto determina una sociedad inviable, donde la definición de bien común y bienes comunes resulta improbable, y el sistema del bienestar se resquebraja por ambos extremos: por el de los agentes que han de proporcionar los recursos necesarios que son incapaces de lograrlo y por el gasto, sometido a los costes sociales del modo de vida emotivista.
Para MacIntyre, la doctrina central del liberalismo moderno consiste en que, “las preguntas acerca de la vida buena sobre los fines de la vida humana, que se contemplan desde el punto de vista público, son implantables, y pertenecen al ámbito privado de cada persona. Esta tesis se fundaría en el convencimiento de que la multiplicidad y heterogeneidad de los bienes posibles para el hombre es tal que su búsqueda no puede conciliarse con un orden moral o político homogéneo”.
Pero esta visión, que lo reduce todo al procedimiento como característica liberal, hoy ni tan solo es tal cosa, porque los estados de democracia liberal, cada vez más tienden a dotarse de una ideología concreta. En España, un caso de manual, el estado impone la ideología de género en su interpretación Queer. Es un estado ideológicamente orientado, con formalidades liberales.
Creo que hay que bucear, como he escrito antes, sobre todo esto y observar cómo a partir de ahí han surgido las grandes rupturas que describía en la Sociedad Desvinculada: con Dios y la concepción cristiana, la ruptura moral y antropológica, cultural y educativa, la injusticia social manifiesta, la política desvinculada y la ruptura generacional. Son estas rupturas la raíz de las crisis acumuladas irresueltas que se ramifican y articulan entre sí. Es la policrisis.
Artículo publicado en La Vanguardia