¿Son los reyes culturalmente neutrales?

Una pregunta sencilla, que merece un signo de interrogación. ¿La respuesta? La reina Letizia, definitivamente, no.

Esto no debería sorprender a nadie que haya leído un poco de Antonio Gramsci, ese pensador italiano encarcelado por el fascismo que desgranó con una lucidez incómoda (especialmente para quienes prefieren los cuentos de hadas institucionales) que la cultura es la primera línea de batalla del poder político. Según él, primero se logra la hegemonía cultural, y después, como quien no quiere la cosa, se gobierna. Y la verdad es que, observando a España, cuesta mucho discutirle la tesis.

Por eso resulta tan pintoresco cuando alguien afirma que «la cultura es neutral». ¿Neutral? Neutral como una entrevista pactada en TVE. La cultura siempre elige bando.

Es diferente promover a unos autores u otros, organizar unos premios y no otros, subvencionar estos espectáculos y obviar aquellos. Y, en esto, la izquierda española es una máquina bien engrasada. Basta con mirar cómo el Ministerio de Cultura orienta las proyecciones exteriores, o recordar la etapa de Borja-Villel en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) donde el afán de actualización ideológica rivalizaba con cualquier editorial progresista.

Se dice, y se repite, y se insiste, en que la monarquía es políticamente neutral y que evita gestos que puedan decantarse por una u otra opción. Es la teoría. Sin embargo, la práctica tiene más matices que un discurso de Año Nuevo.

Un ejemplo aparentemente banal pero revelador:

El discurso navideño de la Casa Real por TV o sus felicitaciones de Navidad, que pueden servir para cualquier tipo de fiesta, porque nada hace pensar en la fiesta que conmemora el nacimiento de Jesús, políticamente incorrecto. Desde hace unos años, cualquier observador mínimamente atento habrá advertido como el pesebre que aparecía en el discurso de Navidad,  que antes tenía un lugar preferente, ha ido retrocediendo discretamente. Por último, casi ha desaparecido, sustituido por una estética más secular, más “inclusiva”, más “moderna”. No estamos hablando de un drama teológico, sino de un indicador cultural, que es, precisamente, el terreno donde Gramsci nos avisaba de que todo comienza.

Pero el signo más claro se encuentra en los Premios Princesa de Asturias, que —visto en su conjunto— muestran un sesgo notable hacia autores y corrientes de sensibilidad progresista o un vacío notable de pensador y escritores alineados con la concepción tradicional, conservadora, comunitaria o cristiana. Este fenómeno se hace aún más evidente cuando observamos un caso reciente y bastante ilustrativo: la presencia entusiasta de la reina Letizia en un homenaje a Alejandro Amenábar.

Hablamos de Amenábar, sí, el director que se ha convertido en referencia cultural para la izquierda española gracias a obras como “Ágora”, donde la figura de Hipatia se convierte en un artefacto político contra la Iglesia, o “Mar adentro”, que defendía con gran capacidad motivadora la eutanasia.

Él y Pedro Almodóvar, icono LGTBI y referente de una sensibilidad artística consistente en incomodar todo lo que huela a tradición, son los dos signos de la cultura de la progresía. Entre ambos han construido un universo estético que avala, en buena medida, el proyecto cultural progresista español. Nada que decir: son buenos, tienen talento y lo defienden con convicción. Lo sorprendente es la presencia de la reina Letizia en acontecimientos de este perfil, y no en otros que equilibren la balanza.

Porque el acto no era, precisamente, un festival de Cannes. Se trataba de un premio modesto, concedido por Tudela Cultura y el Cineclub Muskaria . Un pequeño espacio, de carácter local, amable, pero lejos de la gran escena pública. Y, sin embargo, allí estaban:

  • María Chivite, presidenta de Navarra.
  • Emma Sanz, ministra de Cultura.
  • Y, en el centro de todas las fotografías, la reina Letizia, aplaudiendo con entusiasmo casi pedagógico.
La pregunta es inevitable y, si se formula con humor británico, mejor aún:

¿Qué hacía la reina de España en un acto de segunda categoría cultural, perfectamente alineado con un mensaje político?

La respuesta es trivial, si uno pierde el miedo a decirla: Porque nuestra monarquía está posicionada culturalmente a la izquierda. O bien por preferencia personal —en el caso de Letizia, no sería ninguna sorpresa— o bien por cálculo: la derecha, razonan algunos, seguirá siendo monárquica, pase lo que pase, mientras que la izquierda es potencialmente disidente. Mejor, pues, cultivarla.

Sin embargo, esta estrategia puede ser un mal cálculo.

Las derechas que suben en Europa (y en España también) no tienen un compromiso sentimental con la monarquía. Su soporte es pragmático, condicional. Y si la Corona no refleja, ni siquiera culturalmente, una mínima pluralidad, podría ver cómo nuevas fuerzas —que ya no tienen el ADN monárquico del viejo centroderecha— deciden simplemente prescindir de ellas.

En el juego del poder simbólico, los gestos cuentan, y los gestos de la reina Letizia, especialmente en cultura, indican mucho más de lo que puede parecer. Más que neutralidad, transmiten una orientación ideológica, suave, sofisticada, pero clara. Una orientación que, en otro país, quizás sería debatible. En España, simplemente, pasa desapercibida.

Hasta que un día —ay,  Gramsci— será demasiado tarde.

La Casa Real confía en el viejo dogma: la derecha es fiel; la izquierda, domesticable. Buena suerte con esto Compartir en X

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