El arqueólogo e investigador Eudald Carbonell alertaba recientemente que la natalidad de los catalanes es insuficiente para asegurar su supervivencia y que «al ritmo que vayamos, Cataluña desaparecerá en tres generaciones». No se trata de un pronóstico exagerado ni alarmista. Las proyecciones a futuro en materia de natalidad son muy fiables. Y no será fácil cambiar la persistente tendencia a la baja de la natalidad autóctona.
Los datos son incontestables: llevamos 44 años consecutivos con una tasa de fecundidad por debajo de los 2,1 hijos por mujer, que es el mínimo necesario para mantener la población. Actualmente, la tasa está en torno a 1,1, y bajando. Es importante tener en cuenta que el colapso demográfico tiene su origen no en las actuales dificultades económicas derivadas de las sucesivas crisis del siglo XXI, sino que empezó mucho antes, precisamente cuando habíamos logrado una prosperidad que ninguna generación anterior había conocido.
Pero el hundimiento de la natalidad no solo es un problema comunitario, sino que es consecuencia de una forma de vida que a nivel personal genera frustración, infelicidad, con cifras de enfermedades mentales y suicidios al alza, y una desorientación personal como nunca antes se había visto, sobre todo entre los más jóvenes.
Se prometía la liberación de la mujer, pero en muchos casos lo que ha habido es renuncia o marginación a un aspecto secundario de su vida de aquello que la hace auténticamente feliz: ser madre, poder disfrutar de la maternidad, ver crecer a los hijos y educarles en la tranquilidad y seguridad de una familia estable. Muchas mujeres, que se encuentran con 40 años y ven que se les escapa la posibilidad de ser madres, se sienten frustradas y engañadas. ¿Esta tragedia personal y colectiva que vivimos tiene solución? ¿Las dificultades existentes no son demasiado grandes?
Para revertir la situación es necesario realizar pactos fundamentales. No hablamos de pactos políticos o sociales, que en un segundo término también pueden ayudar, sino de pactos personales y familiares. El primero de todos es entre la mujer y el hombre. Es indispensable cambiar el orden temporal de prioridades en la pareja. La mejor edad de la mujer para tener a sus hijos es entre los 20 y los 35 años. Pero hoy, ¿cuántas mujeres estarían dispuestas a dejar en un segundo plano sus legítimas aspiraciones individuales y profesionales entre los 25 y los 40 años, y aplazarlas para más adelante? Por esto es necesario un pacto conyugal, es decir, la estabilidad y la fiabilidad del matrimonio, y que los cónyuges tengan una perspectiva común de vida que permite hacer compatibles a lo largo de la vida la maternidad y la realización profesional o laboral de la mujer.
Cada familia se organizará a su manera, pero en el modelo propuesto ella dedica los primeros años del matrimonio a la maternidad, sin tener que renunciar, si lo desea, a una parte de su tiempo para dedicarlo a los estudios o a un trabajo compatible con el cuidado de sus hijos. Y el hombre asume el compromiso de que cuando estos tengan ya cierta edad, facilitará que la mujer pueda ampliar su dedicación al trabajo, reduciendo él las actividades fuera de casa y dedicándose más a los hijos, cuando tienen unos años más y es más importante la presencia del padre.
Pero este pacto conyugal no será suficiente en muchos casos, ya que los bajos sueldos de muchos jóvenes y el alto precio de la vivienda dificultan mucho formar a una familia y tener hijos. Es necesaria también la implicación de los padres, y de los abuelos si es posible. ¿De qué sirve recibir toda la herencia cuando tienes 50 o 60 años, cuando tu vida está ya decidida en los aspectos más importantes, como el de ser padre o madre? ¿No es mejor que la solidaridad familiar entre generaciones se dé cuando los hijos o los nietos todavía están a tiempo de crear una familia y tener hijos? Normalizar lo que ya sucede en no pocas familias: que los hijos que lo necesitan puedan disponer al menos de una parte de los ahorros y recursos de los mayores para permitir la continuidad de la familia. Esto, claro, requiere un pacto de confianza entre generaciones y el compromiso de los hijos y nietos que cuando los padres o abuelos necesiten su ayuda, podrán contar con ellos.
Se trata de superar el individualismo que elude los compromisos permanentes y estables, poner la confianza en los vínculos familiares y reforzarlos. Solo estos pueden sacarnos del callejón sin salida en que se encuentran las nuevas generaciones a la hora de poder formar una familia, y en que se halla el país a consecuencia de la crisis de natalidad.
Estos dos pactos familiares, matrimonial e intergeneracional, hoy son realmente contraculturales y es necesario un cambio sustancial en la forma de enfocar la vida, en las prioridades y las relaciones personales. Pero a pesar de las dificultades que pueden presentar, son más realistas y más realizables, que las promesas vanas de los gobernantes, que llevan décadas sabiendo que hay un problema grave de vivienda, y no le ponen remedio. Que saben que se deberían conciliar horarios laborales y familiares, pero los cambios van a paso de tortuga. Desengañémonos, aquello que no podamos conseguir nosotros mismos en nuestro entorno familiar, no nos lo conseguirán los gobernantes.
Artículo publicado en el Diari de Girona el 15 de julio.
Se puede leer una versión ampliada en el número 111 de la revista Esperit.
Desengañémonos, aquello que no podamos conseguir nosotros mismos en nuestro entorno familiar, no nos lo conseguirán los gobernantes Share on X